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¿Quién es Andrés Laguna?

por Mariano Martín Isabel
20 de abril de 2023
en Tribuna
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Si decimos que es el nombre de una plaza, de un instituto, de una casa o de una capilla, no diremos nada; como decir que un cura es la sotana que lleva puesta; que un poema es la rima y la medida del verso; que un hongo es la seta que crece en el suelo; y la sotana no es sino envoltorio, la rima sin alma es ripio, y el hongo verdadero es micelio. El hábito no hace al monje. Y Andrés Laguna, si no fuera más que una plaza, un instituto, una casa o una capilla, no sería Laguna ni de nada nos valdría. ¿Quién es de verdad Andrés Laguna?

Laguna forma parte de nuestra historia. Si la historia sólo fuera pasado sería como la superficie del mar: pelotazos de las olas, vendavales, tempestades y cataclismos. La verdadera historia es como el fondo del mar, tranquilo y silencioso. El pasado ruidoso es lo que cuentan los periódicos, lo que gusta al vulgo, lo efímero, lo vano, lo hueco, lo insustancial, lo que suele hablar mucho para no decir nada. Como decía Unamuno por boca de un liberal hablando con un carlista:

—Tienen ustedes telarañas en los ojos.

—Y ustedes visiones en ellos.

La historia vacía, la que ama el ruido y piensa como el necio, la que guerrea emborrachándose de patriotismo (sigo citando a Unamuno), se queda con la anécdota y el traje, busca el pasado enterrado en los papeles y llama tradición a la cáscara de la nuez: no a la nuez que duerme en la cáscara y es su esencia y contenido. “La superficie del mar se hiela en los polos”, dice Unamuno, y no hay que buscar la verdadera tradición “en los témpanos del pasado, que al querer darles vida se derriten, revertiendo sus aguas al mar”.

La historia pasada es una falsa tradición, una historia de la que ya no recordamos ni las cáscaras: no es una plaza, un instituto, una casa, una capilla, Andrés Laguna es algo más. Pero no una historia vana, anecdótica, intrascendente, rosario de bulos que cuentan minucias que, no por ser verdaderas, van a ser más que minucias. Si dijéramos que el Cid usaba espada diríamos verdad, pero no diríamos nada porque espadas las usaban muchos; no todo lo verdadero es auténtico como no todo lo que reluce es oro. ¿Qué Andrés Laguna compraba títulos, que quizás había sido espía del emperador? Puede que sí: pero con eso no nos quedamos con la sustancia de Andrés Laguna sino con el envoltorio, vacío, de un chocolate sin sustancia.

Decía Unamuno que la verdadera historia no es la historia pasada; ni tampoco la historia vana, sino la historia que subyace encarnada en el presente, la “sustancia del progreso”: la “verdadera tradición”, la que, mientras las historias pasan, permanece. Frente al vulgo, que ama el ruido de la historia, se alza el pueblo, que es la inmensa mayoría, callada y silenciosa, que habla con inteligencia, que ama a su patria y no quiere la guerra. Esa historia verdadera es lo que Unamuno llama intrahistoria.

¿Quién es Laguna en la intrahistoria de Segovia? No es una cáscara, Laguna no es sólo un edificio o una calle ni es tampoco una anécdota; tenía sus flaquezas, sí, pero no ver en él más que flaquezas es como no ver en una torre más que la contaminación de sus piedras. ¿Quién se atrevería decir que el David es sólo el rasguño de un dedo y no el caudal de símbolos que puso en esa estatua Miguel Ángel? ¿Quién es, en esencia, Andrés Laguna?
Andrés Laguna fue un desterrado. Un judío converso y por lo tanto ciudadano errante, un perseguido. Un amante de la medicina que tuvo que estudiar en París porque ningún judío converso podía tomar grados en España: y sólo pudo cursar, en Salamanca, los estudios secundarios.

Un científico que amaba las letras. Un amante del saber, un espíritu universal, una mente interesada por todo, como le pasaba a Leonardo. Hizo disecciones y, buen observador, convirtió la traducción y el viaje en un método de trabajo; prefería ver las cosas y no saberlas de oídas, fue un apasionado de Galeno que se atrevía a corregir al maestro cuando el maestro se equivocaba; y un apasionado de la razón que combatía con la razón las supersticiones, la ignorancia y el oscurantismo; una mente corrosiva que miraba con humor las cosas que, como en Cervantes o Quevedo, eran demasiado duras para no atajarlas con una sonrisa en los labios.

Fue un héroe prometeico, un perdedor. Un héroe de la ciencia que luchó contra molinos (y, por lo tanto, un héroe trágico). Se dedicó a la medicina profunda en una época en que no había ni microscopios, ni química, ni teoría celular ni se conocían los microbios; y en vez de estudiar la anatomía superficial (como hizo Vesalio), perdió la batalla porque no podía ganarla; no pudo ser iatroquímico como Paracelso porque lo atenazaban los corsés de Galeno. Fue perdedor como don Quijote, como el Lazarillo, como el Buscón, pero perder no era fracasar. Triunfó en las cortes de Europa, se desquitó de la Iglesia que lo había arrinconado (consiguiendo ser nombrado doctor en una de las principales universidades eclesiásticas), y triunfó haciendo del Dioscórides una obra de arte. Desterrado por necesidad y viajero por vocación. Maestro de maestros en los duros tiempos de España.

Un defensor de la higiene. Un cruzado de la limpieza empeñado en lavarse las manos; Semmelweis todavía sería tratado de loco, en pleno siglo XIX, por insistir en que los médicos tenían que lavarse las manos. Aislaba a los enfermos para no infectar a los sanos, aislaba a los médicos para no contagiarlos y utilizaba máscaras que pudieran prevenir los contagios; hoy, para curar las pandemias, todavía usamos mascarillas.

Y fue, en fin, un europeísta convencido. Frente a los localismos excluyentes defendía el cosmopolitismo, y ser cosmopolita, en aquella época, era lo mismo que ser europeo. Defendió a Europa como la única garantía de paz, como hoy. Y la concordia entre los unos sólo podía crecer sobre la comprensión hacia los otros. Como amante de su tierra, quiso ser llamado Andrés Laguna Segobiensis; que amar a la patria significa alejarse de ella para que la patria no se convierta nunca en un corsé que nos asfixie: la patria, en la que nos cobijamos, es el lugar desde el que se viaja y al que se regresa después de haber viajado; por eso podríamos llamar al espíritu de Laguna, valga la paradoja, un nacionalismo cosmopolita.

Son pocos los retratos que conservamos de Andrés Laguna. Uno de ellos es un grabado en el que aparece su rostro, a la usanza de la época, con un borrón en el labio. Mariano Carabias ha hecho un retrato amable donde la mirada del médico se pierde entre sus sueños y su mano sujeta, a modo de cielo, algo que podría ser una planta, una flor o un sueño. Pero el más terrible de todos es el retrato de Carlos Muñoz de Pablos. Su mirada fiera sostiene al perdedor que late bajo el personaje triunfante y, tal un míster Hyde escondido en el doctor Jekyll, los ojos hundidos en sus cuencas, rodeados de oscuridad, reflejan aquellas zonas oscuras del sufrimiento en el rutilante imperio de España: ese retrato es un puñetazo; un puñetazo en el rostro de quienes han tenido que luchar, sorteando todos los obstáculos, para salir a flote pese a quien pese, emergiendo entre arrecifes, capeando tempestades, soportando la libertad como un peso; que se vuelve ligero cuando uno tiene los arrestos de luchar desde el fondo de sus libertades.

Si un día pensáramos en los desterrados; si los viéramos como científicos, asidos a lo literario, defendiendo la higiene como un nuevo Prometeo, como un héroe trágico; y si esos desterrados fueran europeos enamorados de su patria, entonces… Entonces, si al pensar en esas cosas nos acordáramos de Laguna y lo identificáramos con ellas, podríamos decir que Laguna está en la intrahistoria de los segovianos.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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