A pesar de las muchas convocatorias electorales que hemos visto –y en muchos casos participado- desde aquellas esperanzadoras de aquel 15 de junio de 1977 con las que se abría una alucinante y hermosa luz que alumbraba una impoluta democracia como nuevo modelo político en nuestro país con que intuíamos una probable mejor calidad de vida y estrenábamos el traje de la libertad, la verdad es que desde entonces y a pesar de los agoreros de alma triste y gris, con cada nueva cita con las urnas se viene a envolver a la mayoría de los españoles con una cierta capa de interés y de expectativa por lo que pueda ser el resultado del ejercicio del sufragio que, aunque casi previsible por lo muy atinado de las encuestas solventes y profesionalmente responsables de lo que se intuye, siempre conduce a una esperanza de progreso, de libertad, de pacífica convivencia y de mayor igualdad social. Aunque, como se viene constatando, en muy poco altera la intención individual, de cada uno. Y es así porque –en mi modesta opinión- la tarta a colorear aparece de antemano ya muy repartida debido, por una parte, a que precisamente por la fidelización de los parroquianos de los partidos vienen a ser muy impensable que cambien su postura del voto por muy devaluada que esté la personalidad del líder. Por otra parte, de ahí que surja cierta expectativa cuando éste, en cambio, se estrene como comandante de la nueva nave hacia una incierta travesía en unos mares políticos no exentos de turbulencias. Chocan así el empecinamiento de las ideas fijas con el posible hallazgo de otras calmas chichas por descubrir.
Tampoco creo que las campañas (y las ‘precampañas’) puedan despertar una cierta receptividad capaces de influir de algún modo en esas variaciones o cambios en la intención del sufragio. Salvo, eso sí, cuando aquélla esté impulsada por frustraciones o sentimientos colisionados. Lo que tampoco es bueno. No dejan de ser casi estériles, por tanto, los tiempos empleados y los ardores aplicados en los mitines por los actores, intentando convencer a ‘los otros’ cuando en realidad a ellos acuden siempre como ‘palmeros’ quienes por su fidelidad ya lo están de antemano y que no suelen sustraerse tampoco a los improperios y descalificaciones contra el adversario (que no enemigo) en la exposición de intenciones y programa de gobierno Si es que, en muchos casos, llegan los del púlpito a describirle por encima de banalidades insustanciales que en nada –o poco- ayudan a conocer su posible propósito de gestión. Por eso digo que los unos deberían escuchar el espectro político del otro, aunque, en cualquier caso, tampoco hay que poner mucha fe en las promesas ni de las que se hacen a ‘grito pelado’ ni en las que se sustentan en cantos de sirenas uliseas.
Solo en los pueblos, quizá, el compromiso del mensaje pueda tener mayor fortaleza a la hora del voto por cuanto se focaliza mucho más directamente al candidato y hace el compromiso más fiable por tener precisamente una mayor cercanía (rechazando, claro, las que despidan un tufo insoportable de sectarismo y no de servicio público a la comunidad).
En todo caso, ahí estarán –dentro de nada- nuevas oportunidades no para cambiar el mundo sino para que con ese derecho de sufragio puedan abrirse ventanales de nuevos tiempos que traigan soplos del aire fresco que necesitamos para una convivencia más cercana , más solidaria y menos enconada. Aunque de aquí a entonces tendremos que ver y escuchar muchas cosas. Unas de reafirmación. Otras de desconcierto.
