Me sitúo en el sábado 29 de junio de 1946, festividad de San Pedro y San Pablo. Ese día de siempre fue el más importante por ser el fin de las ferias y fiestas.
Entonces todavía se celebraba en la Dehesa (hoy parque ajardinado) la feria de ganados aunque ya en plena decadencia; yo que la visité, solo contemplé tres burros, cuatro mulas, cinco gitanos, ocho tratantes y muy poca clientela. Las ferias y fiestas fueron un privilegio que nos concedió Enrique IV de Castilla en el siglo XV por su acendrado amor a Segovia y que nuestra ciudad ha conservado hasta el día de hoy.
Como eran tiempos de muchas estrecheces consecuencia de la Guerra y el bloqueo internacional, las cartillas de racionamiento, el estraperlo, la sequía y las malas cosechas, etc., el programa de ferias del Ayuntamiento no pudo ser más reducido, pero aun así y todo, se celebró ese día la clásica corrida de toros en la que intervinieron Conchita Cintrón como rejoneadora y los diestros El Andaluz, Fermín Rivera y Manolo Escudero.
El día amaneció con el consabido paseo de los gigantones que se recorrían la ciudad. Eran amenizados con la dulzaina de Silverio (Mariano San Romualdo) y un tamboril. En la comitiva iba una comparsa de unos siete u ocho cabezudos que eran muchachos vestidos con ropa carnavalesca y unas cabezas enormes de cartón piedra tutelados por un diablo. Su característica fundamental era que iban provistos de una zambomba (vejiga de cerdo inflada atada con una cuerda de un metro a un palo a modo de látigo) que les servía para sacudir a los pobres chavales que tenían la osadía de acercarse a ver qué había dentro de los gigantones. Hoy su arma es una mala escoba. Esos gigantones eran y son arrastrados por una persona que va en su interior tapados por las faldas del gigantón y que en las paradas suelen bailar algo así como una jota. Los cabezudos eran el terror de los chavales porque se ensañaban con el incauto que se acercaba. Yo he oído que en otro tiempo salía también la ‘Tarasca’, pero no he llegado a conocer a este personaje. También se dice que Benito San Frutos, el bollero (abuelo de Rafael Cantalejo), salía haciendo la «Casilda», yo se la he visto hacer en otras ocasiones pero no precisamente el día de San Pedro.
A partir de las diez de la mañana comenzaban a llegar de los pueblos de la provincia los autobuses de línea abarrotados de personal. De Madrid y otros lugares también venía mucha gente generalmente en sus vehículos propios y vendedores ambulantes en ferrocarril para a grito pelado ofrecer su mercancía que podía ser: el célebre ‘Nicanor tocando el tambor’, caramelos y baratijas, bastoncitos de moda, sombreros, corbatas, cortes de traje y algunas otras industrias de medio pelo. También se solían situar en el Azoguejo y Canaleja algunos charlatanes (profesión extinguida) ofreciendo sus célebres cuchillas de afeitar marca Toledo. No faltaban a la cita algunos maleantes que se mezclaban con el gentío para sustraer algún dinero a los pobres incautos distraídos llegados de los pueblos. Aunque los carteristas que venían eran de poca monta yo no vi nunca actuar a trileros, tal vez no venían o no existían.
Eran tan abundantes los visitantes que al cabo de unas horas ya estaba Segovia colmatada de personal. En el Azoguejo y calles adyacentes era imposible dar un paso por la acumulación del gentío. Haría falta mucha imaginación para concebir aquella estampa que hoy ya es imposible que se repita. Los restaurantes estaban preparados con menesterosas viandas de la época para hacer su agosto, ya que se decía que ese día hacían la mayor caja del año. No faltaba el cochinillo y el lechazo, ambos asados por los panaderos ya que los restaurantes, entonces, no tenían horno.
Mi tío Carlos Barroso, que era el maestro de Arevalillo de Cega, también se presentó a cobrar su escueta nómina que una gestoría segoviana se encargaba de tramitar. Naturalmente se quedaba a comer en casa de mis padres la humilde pitanza que entonces podían ofrecer. En agradecimiento nos regalaba el contenido de una pequeña cesta con huevos protegidos con paja, que por cierto nos venían muy bien. Después de comer, mi tío me invitó a tomar café en el Café Columba. Allí nos sentamos en un velador con su superficie rectangular de mármol sacaroideo con la consabida jarra con tapa de agua y cenicero que no faltaban nunca en las mesas y en rincones estratégicos las escupideras. Al no haber máquina cafetera, el café se servía en dos cafeteras de mano: una con leche y otra con café de puchero, que servía al cliente a voluntad el célebre ‘echa el Chicharrones’ (el mesonero Cándido inició su profesión de echa). Así cómodamente sentados frente al Azoguejo, nos distrajimos viendo el bullicio que era estentóreo. Poco a poco se iba diluyendo el personal hasta el comienzo de la corrida de los toros. A mi tío, que era madrileño, le apasionaban los toros, pero no se atrevió a asistir a la corrida por no detraer el importe de la entrada de sol del sueldo ya que religiosamente se le tenía que entregar íntegro a su mujer Eduviges (hermana de mi madre) que se quedaba en el pueblo y que administraba los haberes con una economía primorosa.
Recuerdo que precisamente este año nos situamos junto a la gran puerta de entrada del Café y dio la casualidad que en el velador contiguo a nuestra izquierda se sentaron una joven muy agraciada acompañada de un señor mayor, y tomaron café y él, además, una copa de coñac. Eran Lola Flores y Manolo Caracol que por entonces hacían pareja artística y ya eran muy famosos. Allí estuvieron hasta que se fueron a los toros. En fin que mi tío Carlos se quedó con las ganas y así pasamos la tarde. Como la inmensa mayoría del personal foráneo venía para asistir a la corrida, terminada ésta, comenzaba a bajar del coso el respetable para irse acomodando en sus respectivos vehículos que les llevaría a sus puntos de partida para en días sucesivos seguir con su rutina cotidiana. Entonces el Azoguejo y calles adyacentes se quedaban prácticamente vacíos.
En Segovia, en ese día, se celebraron los fuegos artificiales en la Piedad, ese año a las once y media de la noche; entonces además de la cohetería se quemaban distintas estructuras fijas, como la cascada, los molinos, etc.
Todos los vecinos salían de sus casas arrastrando abundante chiquillería y nuevamente se formaba una turbamulta de personal que abarrotaba las calles para situarse en un lugar de observación de los fuegos. Al final de los mismos mucha gente se recogía en sus casas y otros daban un paseo para gozar por último día del Real de la feria situada en la Plazuela de los Huertos.
Simultáneamente a los fuegos de artificio se celebró un concierto en el quiosco de la Plaza de Franco ejecutado por la bilaureada banda de música de la Academia de Artillería, dirigida por el que al año siguiente sería mi profesor de música: el capitán don José Terol Gandía.
Hoy día no se puede concebir el tumulto que se formaba con el exceso de gentío que concurría. Era el caos. Pero todo trascurría con normalidad y mucha alegría, salvo que a algún infeliz fuera timado por los truhanes, ya que nada perturbaba la fiesta grande de Segovia de San Pedro y San Pablo.
Eran otros tiempos ya periclitados.
