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Isabel I de Castilla

por Javier Gómez Darmendrail
26 de febrero de 2023
en Tribuna
JAVIER GOMEZ DARMENDRAIL
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Estuve en la inauguración del busto de Isabel la Católica en la iglesia San Miguel y a la misa presidida por el Excmo. Sr. Obispo de la Diócesis de Segovia, D. César Franco. La entrada en la iglesia de los miembros del Círculo de Nobles Caballeros y Damas de la reina Isabel la Católica (a quien hay que felicitar por la idea), y demás autoridades dio mucho colorido al acto.

El Sr. Obispo pronunció una impecable homilía resaltando las virtudes de la reina Isabel de Trastámara, Isabel I de Castilla, y lo que lamento es no haber tenido los reflejos de grabarla porque de verdad mereció la pena.
Para mí es difícil decir algo novedoso sobre esta admirable reina coronada en Segovia y que con el tiempo se convertiría en la mujer más poderosa de Europa. En nuestra ciudad tenemos una idea clara de lo que fue y posiblemente todos estaremos de acuerdo en reconocer su valía, igual que la reconoció su esposo el rey Fernando, pues en varias ocasiones dijo de ella que era merecedora de reinar no solo en España, sino en el mundo entero.

Era una reina de carácter, como demostró al recriminar la familiaridad con que D. Fadrique, tío de su esposo, se dirigía al Rey. Cuando éste contestó que no hablaba con el rey sino con su sobrino, ella respondió tajante que “el Rey no tiene parientes ni amigos; solamente súbditos”.

Cuando se produjo la vacante del arzobispado de Toledo, el rey Fernando pensó en su hijo bastardo Alonso de Aragón porque al parecer había demostrado mano izquierda y talento como arzobispo de Zaragoza. Entonces se dirigió a su esposa para proponérselo con la seguridad de que aceptaría la propuesta. Pero la reina Isabel ya había hecho gestiones al respecto, había preguntado al cardenal Mendoza, y éste había sugerido a Cisneros. Por eso la reina le contestó que si él tenía un candidato, ella tenía el suyo que era Cisneros, su confesor, recomendado por el cardenal Mendoza, ya bastante enfermo por cierto. Y añadió algo que cuando lo leí me demostró la calidad humana y la sensibilidad política de esta mujer: “Los cargos no son propiedad nuestra, aunque esté en nuestras manos conferirlos. La responsabilidad que nos cabe es enorme, y no podemos dejarnos llevar por intereses familiares, que deben ceder ante el interés general”. Impecable respuesta. Como diría Baltasar Gracián, más vale un gramo de cordura que arrobas de sutileza.

El Sr. Obispo también habló del testamento de Isabel, que bajo mi punto de vista es una pieza a leer y a considerar. Aunque algunas indicaciones no se cumplieron como aquella de “quiero y mando que las exequias sean sencillas”, porque España entera estaba de luto y toda Granada se lanzó a la calle a recibirla para ir en procesión hasta el monasterio de San Francisco en la Alhambra. Y es que era una reina muy querida.

Tampoco se cumplió el ser enterrada “en una sepultura baja que no tenga relieve alguno, salvo una losa llana con letras esculpidas en ella”. Años después de su muerte y a instancias de su nieto Carlos V, sus restos y los de su esposo fueron trasladados a la Cripta Real donde descansan en un precioso sepulcro renacentista. Lo que sí se cumplió fue su deseo de ser enterrada junto a su esposo, Fernando II de Aragón.

Nací y moriré en Castilla, dijo la Reina. Y así sucedió porque nació en Madrigal de las Altas Torres y murió en Medina del Campo. Sin embargo, en su testamento dejó escrito que quería ser enterrada en Granada, lo que muchos estudiosos de su figura han visto como un simbolismo por ser el último reducto del Islam en España.

Gran Reina que sentó las bases para que en el Imperio Español se buscara la integración y no el simple dominio como en otros, para vergüenza de los seguidores de la leyenda negra que la envidia y la estulticia han lanzado contra España.

Su muerte es el final de una historia que dio paso al reinado de los Austrias. Pero un cirio ilumina a perpetuidad las tumbas de los últimos Trastámaras.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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