Por los albores del siglo pasado, al introducirse en España el fútbol como un deporte de masas competitivo y formarse las ligas profesionales, éste ejerció una gran influencia en los muchachos de los barrios de todas las ciudades, lo que produjo una gran afición, no solo como hinchas de los equipos del terruño sino también de los grandes equipos españoles, introduciéndose como un juego privativo de los muchachos dentro de cada barrio. En esencia todos los chavales hemos jugado al fútbol, más o menos mal, buscando algún espacio, aunque fuera el atrio de una iglesia y con una mala pelota de trapo con una piedra dentro en el mejor de los casos. Hemos de decir que las chicas de entonces, siempre repudiaron el fútbol.
Mi barrio, que era el de Santa Columba, tenía un espacio privilegiado para jugar al fútbol que era precisamente la Terraza del Café Columba que ahí sigue, estando expedita a disposición de nuestros juegos desde el año 1931 que se inauguró el Café.
Así que por los años de la Guerra Civil y posteriores, todos los días nos reuníamos a primeras horas de la tarde, no solo los muchachos residentes sino una pléyade de golfetes que acudían a la terraza desde todos los puntos cardinales de la geografía segoviana, ya que la ocasión de jugar al fútbol era muy atractiva. Las generaciones anteriores fueron recalcitrantes aficionadas a los toros y las nuestras se inclinaron más hacía el fútbol, naturalmente con honrosas excepciones.
En el barrio siempre se formaban dos equipos: uno que le llamábamos el Madrid y otro el Bilbao. Una vez elegidos dos capitanes, uno por cada equipo, iban eligiendo alternativamente a un muchacho del montón hasta extinguir todo el personal. Yo jugué más o menos mal y era nominado a la mitad del escrutinio adjudicándome a uno u otro equipo. Formados éstos se emprendía la batalla; entonces se metían goles a mansalva y no era raro que en la media hora, más o menos, que duraba la contienda, se metieran 10 o 15 goles. Así pasábamos un buen rato divirtiéndonos, ya que yo a esa tierna edad, siempre pensé que había nacido solo para jugar y divertirme porque era el medio y el fin de mi existencia.
Así que jugué varios años, pero un mal día, por las circunstancias que fueran, los adversarios me cosieron a puntapiés llegando éstos a ser muy dolorosos. Entonces me dije, este juego a mí no me conviene, prefiero otro que no me lastimen dándome fuertes patadas y dejé de jugar produciéndose en mí una gran aversión a practicar este deporte.
Como en el barrio había una gran afición al fútbol se formó un equipo que se llamó El Columba, C. F. cuyo mentor fue el célebre «Federe», (Federico García Crespo) cuya profesión era guarnicionero y vivía y tenía su taller en el callejón de Gascos (hoy desaparecido), que hizo de presidente, entrenador, gestor y utilero. Este equipo jugaba contra los de otros barrios y llegó a tener un triplete de centrales de categoría: Quinito, Manín y Pepote que correspondían a los nombres de Joaquín Arenzana Santamaría, Mariano García y José Requejo. Este equipo llegó a jugar contra la Gimnástica Segoviana, C.F. e incluso vencieron a ésta por lo que la Gimnástica les contrató con una ficha «muy generosa» en elogios pero de cero pesetas. En los anales de este equipo constará.
Al tener un equipo en el barrio los chicos subíamos al campo de fútbol de Chamberí (hoy urbanizado y construido con viviendas de altura) a verles jugar. Pero entonces los estómagos harto famélicos no suministraban suficientes calorías al cuerpo y particularmente yo pasaba más frío que «Carracuca» por lo que también me negué a asistir a los partidos. Desde entonces el fútbol no ha sido un juego de mi devoción y raramente he visto algún partido completo cuando ha jugado España, ya que mi poca afición y la visión de las técnicas modernas del «tiqui-taca» me hacen soporífero el contemplar este deporte.
Ocurrió en el barrio un acontecimiento notable. Un matrimonio, que tenía unos grandes balcones que miraban al acueducto y a la terraza del Café Columba, formado por el señor Frutos González (jardinero del Ayuntamiento) y su esposa Concepción Aguado (la «seña» Concha), padres del que fue mi dilecto amigo el insigne abogado José Ignacio González Aguado, como la soldada del cabeza de familia debía de ser algo escueta, admitían pupilos en su casa y allá por el año 1941 acogieron al matrimonio de la hermana del célebre defensa del Real Madrid llamado Jacinto Quincoces (17/07/1905 ✝10/05/1997) -el mejor defensa del mundo- perteneciente al famosísimo e histórico trío defensivo de Zamora, Quincoces y Ciriaco. Quincoces, que estaba lesionado, aprovechó la ocasión para venir desde Madrid a visitar al matrimonio de su hermana; al vernos jugar al fútbol en la Terraza, bajaba y se sentaba al sol en el borde de la misma. Nosotros que le reconocimos nos sentábamos en el suelo a su alrededor y Jacinto Román Brel, un mozo ya maduro que con su padre trabajaba de sastre en el barrio, sacaba las colecciones de la revista Marca que las tenía encuadernadas y Quincoces nos comentaba las peripecias de algunas jugadas con gran satisfacción del auditorio que éramos los chavales del barrio. Muy simpático era el bueno de Quincoces, por cierto en una ocasión nos llegó a mostrar su lesión que era una gran herida en una pierna. Curiosamente en la serie de cromos Cultura que coleccionábamos, el de Quincoces era uno muy difícil de conseguir. Huelga decir que a todos los chavales del barrio nos firmó sendos autógrafos que algunos conservaron como oro en paño.
