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Tahúres y trileros

por Jesús Fuentetaja
7 de enero de 2023
en Tribuna
JESUS FUENTETAJA
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Durante los primeros gobiernos de UCD, el lenguaraz Alfonso Guerra llegó a comparar la elegante figura de Adolfo Suárez con la de un tahúr del Mississippi, a quien consideraba un hábil encantador de serpientes, capaz de convencer al mayor de los incrédulos, como muy bien demostró con sus antiguos camaradas del Movimiento (cuya razón de existir fue paradójicamente, la de impedir que nadie se moviera durante la dictadura) a quienes persuadió para que apoyaran la ley de la reforma política, como primer paso para conseguir el advenimiento de la democracia: de la ley a la ley, fue el procedimiento seguido.

Recordaba uno todo esto, cuando me proponía hacer un balance del año que hace unos días desapareció por el vertedero del calendario, llegando a la concusión que la mayoría de los dirigentes políticos suelen tener también bastantes dotes de prestidigitadores, es decir, según el diccionario de la RAE: aquellos que muestran el arte o habilidad para hacer juegos de manos y otros trucos de magia. Unos, se sacan ases de la manga y otros te cambian la bolita de cubilete. En ambos casos se trata de distraer y engañar al personal que se queda mirando en la dirección incorrecta mientras te la cuelan, es un decir, por el lado oculto. Por este sistema Suárez coló la democracia y todos satisfechos, pues lo hizo en beneficio de todos.

No creo que se pueda decir lo mismo del actual ocupante de la Moncloa, cuyas últimas actuaciones, especialmente las realizadas apresuradamente durante el caótico mes de diciembre último, aún hechas desde la legitimación que en democracia debe suponerse a cualquier presidente de gobierno, es evidente que no han gozado de un consenso generalizado, sino más bien parecen el resultado de exigencias impuestas por uno de los sectores políticos que le sustentan en el poder. Decisiones que ha intentado que pasen desapercibidas jugando con la bolita del enfrentamiento con el Tribunal Constitucional, que se ha hecho mover con astucia entre los cubiletes mediáticos afines. Mientras la opinión pública quedaba entretenida con la presumible afrenta de aquel, inmiscuyéndose, puede que precipitadamente, en la función del poder legislativo; de forma simultánea quedaban anulados los delitos de sedición y malversación, con lo que se pagaba la factura debida a quienes habían facilitado, solo unos días antes, la aprobación de los últimos presupuestos generales de la legislatura: “Quid pro quo”.

Es cierto que el hecho de que no se haya producido la renovación del Poder Judicial y como consecuencia de ello, la del Tribunal Constitucional, es una vergüenza de la que no resulta ajeno el actual partido de la oposición, por el peligroso desgaste institucional que a nadie beneficia. Pero tampoco debería nadie escandalizarse que aún en su dudosa composición, el alto tribunal pueda corregir al legislador, cuando se entienda que este pueda estar paseándose por el filo de la navaja de la Constitución, puesto que es esta la principal función que tiene asignada, la que justifica su existencia y en la que se fundamenta además el principio democrático que garantiza pueda ser efectiva la división de poderes. En sus más de cuarenta años de funcionamiento del Tribunal Constitucional, han sido varias y diversas las veces en que se ha corregido al legislador y han sido anuladas parcial o totalmente, un buen número de leyes contrarias a la Carta Magna. Bien es verdad, que en todos los supuestos anteriores se ha esperado a que se produjera la promulgación de la norma antes de entrar en su análisis. En cualquier caso, no debe olvidarse que nadie puede situarse por encima de la Constitución, tampoco las Cortes Generales, aunque sean las depositarias de la voluntad popular. Si se quiere cambiar aquella, ya se sabe cuál es el procedimiento: que así lo decidan los dos tercios de cada cámara y que fuera aprobado el nuevo texto en referéndum por el pueblo español.

Ningún palmero del gobierno de turno, fuera este del color que fuera, utilizó hasta ahora de pantalla las resoluciones del máximo intérprete de la Constitución para ocultar decisiones que pudieran resultar polémicas y/o arbitrarias. Cuando el legislador ha traspasado la raya constitucional, se han recogido velas y a otra cosa. Así ha sucedido, tanto cuando el tribunal anuló, por ejemplo, la primera de las leyes de armonización del proceso autonómico: la LOAPA y lo hizo admitiendo el recurso de los parlamentarios vascos, representantes del único lugar patrio donde el texto constitucional no fue votado de forma mayoritaria; pero en ello radica también la fuerza de la Constitución, en la que bajo su paraguas pueden refugiarse incluso los discordantes. Lo mismo ocurrió cuando fue declarada inconstitucional la antigua redacción de la Ley del IRPF, en la parte que obligaba a las unidades familiares a practicar la declaración de forma conjunta. O cuando se impidió que con ocasión de aprobarse la Ley de Presupuestos Generales del Estado de cada año, se introdujeran modificaciones legislativas de cualquier materia y clase, contrarias al principio de seguridad jurídica. O cuando fue otorgado el amparo instado por el grupo socialista del Parlamento catalán, con la intención de frenar la intentona separatista del mes octubre de 2017. ¡Qué rápido pasa todo y que pronto se olvida! O incluso, y ya más recientemente, cuando fue declarado inconstitucional el procedimiento liquidador seguido en las Plusvalías municipales.

En todos estos casos y en todo este tiempo, nadie se ha quejado de la injerencia del Tribunal Constitucional en la función controladora del poder legislativo, salvo en los sucesos del pasado mes de diciembre, hábilmente manejados por los prestidigitadores profesionales que intervienen en política.

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