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Cementerios, entierros y urbanismo

por Sergio Plaza Cerezo
31 de octubre de 2022
en Tribuna
SERGIO PLAZA CEREZO
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En Segovia, se alza una ciudad en la colina. “The city on the hill”, según se dice en inglés, es término asociado a utopía fundacional de Estados Unidos; y así se remarcó en los funerales de Estado celebrados en Washington DC por Ronald Reagan (2004), retransmitidos vía CNN con todos los expresidentes vivos en las exequias, incluido el anciano Gerald Ford.

La ciudad en la colina de Segovia no es utópica; por el contrario, rezuma melancolía, desesperanza. Cuando regresamos de los supermercados en la salida hacia Soria, parados ante el semáforo, contemplamos el cementerio; y desde el salón de la tercera planta del edificio de mi abuelo, mausoleo en vida —o algo parecido—, contemplo el camposanto coronado por cipreses, árboles señeros que, incluso, otorgan título a novelas. El Santo Ángel se asemeja a fortaleza amurallada, con abordaje complicado, como si fuera aquel castillo de Kafka, inaccesible para el agrimensor. El camino en cuesta hasta la entrada del cementerio del Santo Ángel fatiga, tanto en lo físico como en lo emocional; y, se antoja vía crucis particular. En la casa de mis abuelos, hay una pintura enmarcada de las catorce estaciones, contiguas en óvalo; pero, ni me había percatado hasta hace unos meses. Por lo visto, perteneció a mi bisabuela. Un objeto colgado, olvidado, convertido por la circunstancia en premonitorio, al igual que el cuadro en relieve de la Última Cena que preside el comedor. ¿Estoy en un convento?

Me gusta la soledad de los cementerios; me aterra la aglomeración en los mismos. A raíz de la muerte temprana de mi padre, cuando yo tenía 17 años, visitamos el camposanto elevado sobre el acueducto en primero de noviembre. Qué desagradable cierta escena escatológica visualizada en el peregrinaje ascendente. Una vez dentro del cuadrilátero, encontramos a unos parientes de parientes; nunca los había visto antes y no los volví a ver. El tono repelente de aquella frase: “ay, hija, no me digas que enviudaste”.

Los entierros son importantes; y el cineasta Ingmar Bergman dejó instrucciones para la filmación del suyo propio. En tiempos descafeinados de coca cola “light”, el luto ha desaparecido; y, en vez de desplazarse para darte el pésame —después de haberte volcado en sus desgracias respectivas—, la hija de la prima Nona –nombre ficticio-, te suelta: “¿por qué no venís a vernos —en otra ciudad— y os hago un bizcocho? Ya veréis lo rico que me sale”. Como si muerte y duelo fueran de mentira. ¿Me tomará por un zampabollos? La propia Nona recordaba que mi abuelo “no faltaba a un entierro en Segovia”. En esta era de banalidad, el único nieto del anterior por línea de varón no acudió al entierro de uno de sus dos primos carnales, quien le apreciaba de veras. En la fría mañana de un mes de enero, cuando por las restricciones pandémicas no se podía acceder al interior de los bares, el hombre optó por vender, vía ventanuco, dos, quizá tres cafés. El coste de oportunidad —o de la renuncia— es uno de los tres o cuatro conceptos fundamentales del análisis económico: un ingreso de 4.5 euros —y menor beneficio— a cambio de elusión del acto fúnebre. En fin, un nuevo estudio de caso para mis alumnos sobre la teoría del “homo economicus”, si bien ya tengo el zurrón de la memoria lleno de estas experiencias. En esos momentos, me acordé de una tía abuela, anciana, quien tuvo arrestos, con su marido —todo un caballero—, de tomar un taxi de ida y vuelta, desde Oviedo hasta el cementerio de Segovia. Nobleza obliga.

En la tradición mediterránea, el camposanto es ciudad en regla, incluyente de avenida principal, calles menores, algún que otro palacete de muertos —es decir, panteones—, chalecitos —léase mausoleos— y predominio de edificios con varias plantas, ocupadas por apartamentos de una pieza denominados nichos, asemejados a los huecos para dormir en los hoteles-cápsula de Japón. Como son pequeños, en la jerga repelente de los economistas hablamos de “nichos de mercado”, patrón de especialización empresarial muy afinada. Cual urbe de vivos, el respeto cívico por lugar sacro se ha evaporado: botellón nocherniego a la puerta; y deportista mañanero con pechera al descubierto. Escenas hirientes.

Los cementerios compactos de España o Italia corresponden a ciudades de la misma condición. En la cultura estadounidense de suburbios residenciales, dispersos, se imponen aquellos con uso extensivo de suelo, asemejados a parques recubiertos de césped. En el norte del estado de Nueva York, cuando pasábamos por delante de uno de ellos, como los de las películas, Suzanne, votante del Partido Demócrata, dijo con orgullo: “América es grande”. A mis veinte años, conviví con aquella familia amable durante un mes. Los Estados Unidos ejercen influencia cultural inmensa sobre terceros: lo llaman poder blando. Así, los cementerios “made in USA” crecen de forma exponencial, anhelados por los estratos acomodados de Latinoamérica. Y ya han llegado a España, lo mismo que “Halloween”.

De forma irónica, los últimos son más igualitarios que los primeros. La similitud entre sepulturas en tierra preside el decorado, sin concesiones a imaginería barroca propia del catolicismo. La tumba de JFK, situada en altillo junto a llama perenne en el cementerio gigantesco de Arlington, es contrapunto del panteón faraónico del expresidente argentino Néstor Kirchner en Río Gallegos. Las grandes desigualdades sociales de América Latina se perpetúan en los cementerios tradicionales a la europea, con sepulturas fastuosas, según ocurre en la célebre Recoleta de Buenos Aires. Una escena habitual consiste en ver cómo sacan brillo a los ataúdes con un trapo en ciertos panteones. Un taxista, porteño y judío, del barrio de Abasto me decía que su familia estaba enterrada en la Chacarita, mayoritaria y popular, frente a los judíos ricos que optan por parques fúnebres tipo USA.

Segovia alberga cementerio modesto, pero digno. La escasez de panteones y mausoleos de relumbrón transmite ausencia —decimonónica y posterior— de alta burguesía. Nichos y más nichos, donde se repite el repertorio escaso de apellidos segovianos; y algunos nombres ajenos, correspondientes a funcionarios, profesiones liberales y militares. En algunas de esas sepulturas en pared, sobre todo infantiles, antiguas, aparecen fotografías de difuntos. Cómo siento la pérdida, ajena a mi responsabilidad, de la instantánea de ese tipo, donde yacía en su cama de Oviedo mi bisabuela, rodeada por sus pequeños y marido.

Siendo muy niño, con cinco o seis años, mi abuelo materno, me llevó, por vez primera, al cementerio de Segovia. Me mostraría la tumba de su madre, así como el nicho correspondiente a Brígida, su abuela paterna, quien también lo era de una compositora, sacada del olvido que seremos e incorporada al callejero segoviano.

Azpíroz, apellido navarro de los primeros condes de Alpuente, se lee en uno de los panteones más grandes del cementerio local. Desde la puerta, se vislumbra escalerilla de caracol, conductora hasta la cripta; y altar cubierto con fotografías, rodeado de nichos. Un mausoleo circular, aledaño, con columnas griegas, es el monumento funerario más bonito. Agrupamiento decimonónico que es equivalente al barrio de Salamanca del camposanto.

Cuántos forasteros despuntan en algo: ley universal. Muchos gallegos han destacado como emigrantes en América; pero, apenas se conoce que los catalanes conformaron élite empresarial del noroeste ibérico en ámbitos varios, desde industria conservera a banca. Así, en otra de las escasas bóvedas de Segovia –así se nombran en Sudamérica- reza Chauvin, nombre francés. En el blog enciclopédico “Segovia y Matemáticas”, se refiere el segundo apellido —alemán— de esta mujer, antigua propietaria de un edificio en la calle Juan Bravo. ¿Sería alsaciana? Me recuerda al inmueble sin rehabilitar en la calle Princesa de Madrid, que fuera fábrica-taller, perteneciente a familia de origen tudesco. Por algo, la literatura sobre Desarrollo enfatiza el papel de las minorías dentro del sector moderno.

Por el cuadrante más vetusto del camposanto, aparece un epitafio dedicado a cierta joven fallecida a la edad de 17 años en 1899: “muerta para el mundo”. Gracias a estas líneas, ya no lo está tanto. La maleza amarillenta, alejada del verdor de la campiña inglesa, cubre las tumbas más antiguas del cementerio británico de Delhi. Emplazamiento bucólico, que retrotrae a las novelas de Rudyard Kipling. El sencillo epitafio de otra joven, hija de un misionero protestante, me regaló titular: “She loved India” —ella amaba la india—. Yo también.

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