Dice mi amigo Pablo di Giacomo que los segovianos nos deshinchamos al consentir. Perdido el ímpetu de la aseveración en un énfasis que no toleramos, la fuerza de la razón escapa atravesando nuestra boca entrecerrada, mientras los dientes no saben si ocluir aquello o respetar la apertura de cejas que acompaña tan singular derrota. Conscientes de que la razón nos acompaña, acabamos perdidos en una duda existencial que ya quisiera haber podido representar de tan gráfica manera el bueno de René Descartes. Presos de esa inseguridad que acompaña a todo lo absoluto, tendemos los segovianos del Guadarrama y los de la llanura; los que viven junto al río, al frescor que la brisa de la dehesa regala o achicharrados por el secarral que alimenta el camino de Valladolid; tendemos, digo, a dar poca importancia a cualquier afirmación que se haga, dejando en barbecho la reprimenda o la corrección.
Metidos, por tanto, en el deshinche cotidiano de decir sí cuando deberíamos agarrar un quizás, amanecemos entre la duda que el desconocimiento cotidiano del medio nos regala y la necedad que domina al que está seguro de cuanto le rodea. En ese cotidiano vayan-ustedes-a-saber pasamos la vida, no sabiendo muy bien qué nos une y separa, qué hace enardecer nuestras conciencias y qué es aquello por lo que deberíamos luchar a sabiendas de que nunca acabaremos por hacerlo. Sentados en el brocal de la fuente en el paseo del Salón a la vera de un león tan desgastado como nuestro pasado pisoteado por la desmemoria, dejamos que la lontananza se convierta en eso precisamente, una bruma tibia e inmisericorde que todo lo apaga hasta transformar la sierra de Quintanar en niebla grisácea lista para la foto aleatoria de turno.
En ese desvivir el pasado y no prestar demasiada atención a lo que fue y no parece mejorar el presente, transitamos los segovianos por una vida pública encelada en sofreír el cerebro del vecino con todo tipo de resquemor impostado hacia el terruño gracias a una plétora de ignaros empeñados en hacer de aquella comarca o aquel andurrial el corazón de la más prístina de las culturas que una vez fuera alumbrada por la mente humana. Viendo payeses aleccionando a Cervantes o Platón, palurdos de cuerda en el estrado de no pocos parlamentos locales e ignorancia sembrada por esa misma burricie en cualquiera que sea el rincón de este país donde pueda rascarse un céntimo de la estulte actitud del ignorante, no tengo más remedio que cerrar los ojos y contar hasta diez antes de vociferar como ese energúmeno que vive entre lo mucho estudiado y lo poco asimilado por quien escucha.
Cansado ando ya de replicar y corregir nombres y fechas confundidas, símbolos tergiversados y contextos falaces por doquier, hasta el punto de querer comerme la lengua en más de una ocasión, pues seguro estoy de la batalla que desatará la justa corrección. En el caso de la pobre sierra del Guadarrama, ya casi ni me molesto, pues bien paleto me resulta tener que reclamar el verdadero nombre dado hace un milenio a la formación rocosa que contempla allí desde hace millones de años; aunque más paleto es añadir el madrileño apellido a semejante paraje sin comprender la evolución histórica que humanizó este y aquel Paraíso.
Desgraciadamente, para la mayoría de los segovianos poco importa este resquicio de orgullo localista y un tanto pueblerino, a decir del resultado final. Ni siquiera lo practican los paisanos más avezados en los medios de comunicación, como el héroe del pedal, señor de las cumbres francesas, Don Pedro Delgado Robledo, cuyos estertores en el Puy de Dôme secuestraron el aliento hasta del mismísimo bronce que Aniceto Marinas dedicara hace ahora un siglo al ínclito capitán segoviano de Atienza, Juan Bravo. Dia tras noche, tarde tras mediodía, el viejo campeón olvida puntualizar el nombre del Guadarrama sin apellido alguno en sus muchas retransmisiones. Claro que, si nuestro campeón no es capaz de referirse con corrección a las siete revueltas que dan inicio al ascenso hacia el puerto de Navacerrada que tantas veces desgastaron los neumáticos de sus triunfantes ruedas, poco podremos hacer ya. Al menos, este que suscribe, en defensa de las viejas curvas reviradas e imposibles, se molestó en indagar, entre los paisanos de media sonrisa y mirada clara que acostumbran a reposar café y recuerdo en el bar Las Palomas de Valsaín, los nombres de aquellas revueltas insondables que alimentan la leyenda de un puerto segoviano desde que, a mediados del siglo XV, fuera declarado Camino Mayor por Enrique IV, rey de Castilla y poco más.
Empezando por el puente de la Cantina, uno gira hacia la derecha en subida por la llamada revuelta de Vaquerizas que comunica casi seguidamente con la de los Mosquitos, llamada así por algún corral que la venta ofrecía en las cercanías. Pasada ésta y tras una pequeña rampa, el campeón segoviano acometía la revuelta del Hoyuelo y su hermoso pinar de hongos inmensos. Volviendo a zurdas por un tramo de tranquilo trasiego, Perico se daba un respiro atacando la subida de la revuelta cuarta con la mirada perdida en el Mirador de los Guardas que da nombre al paraje, para, a base de riñones de piedra, conquistar la quinta de aquellas curvas, la del Arroyo del Tejo, que le recibe a uno con la fragancia del más hermoso de los negros corazones pobladores del pinar.
Después de ese falso llano cuesta arriba que inventara nuestro campeón, se toma la penúltima de las revueltas, aquella que Eusebio Martín Merino llama del Guindo, según le enseñó su Señor Padre, y que desemboca en un paredón donde nuestro ciclista inmortal tenía por costumbre demarrar salvajemente para que los competidores no olvidaran quién era el segoviano de aquella serpiente multicolor. Ya con la cima del puerto en la mente, se toma la séptima de las revueltas, la favorita de mi Padre y a la que saludaba en cada ocasión que por allí nos asomábamos; pues, pasada la Machorra, ya no queda más que medianía y un tránsito de paisaje inconmensurable con el paredón de las Guadarramillas al fondo y ese atisbo que una vez empujó a Birgen Sorensen a deslizarse por aquella loma inmortal, hace ya más de siglo y medio.
Seguro que aquel noruego feliz de sentirse entre pino y roca, nieve y tejo, ni siquiera sucumbió a la enfermedad que deriva de apellidar todo lo que se desconoce en gañanía infinita. Seguro estoy, sin embargo, de que, aun desconociendo el nombre que el paisanaje ancestral dio a todo aquello, ese olvidado esquiador nórdico trató de recabar esa toponimia que, por carecer de todo lo demás, es lo único que nos queda a los segovianos de un pasado por recordar. Por lo tanto, queridos lectores, querido Perico, recordemos pues, pero recordemos bien.
