Déjame que te cuente. Habiendo echado una ojeada al paso del tiempo me quedé en un pasaje de finales del siglo XVIII que tuvo su importancia, y no menor, para la ciudad. Los que intentaban dar una imagen diferente a las polvorientas calles, la basura que estas ‘acogían’ y el no menor problema de solucionar ‘lo’ del alumbrado, llamaban a cuantas puertas podían pidiendo ayuda y…
Como ‘señal’ el año 1774. En esa fecha la Real Sociedad Económica Segoviana de Amigos del País (La Económica) puso en ‘escena’ un concurso con la finalidad de premiar el mejor relato que versara sobre cómo encontrar fondos para establecer los servicios de alumbrado y limpieza de calles. Justificación: ‘están llenas de inmundicias, de las que, si a alguien gustan, será a los animales asquerosos y feroces’.
En las Actas de La Económica se describe que fueron ‘varias’ las que se presentaron. Valoraron, premiaron y… se la mostraron al que era ministro entonces de Carlos III, el señor Conde de Floridablanca. Pero… cuando los de La Económica observaron que la única acción del señor conde fue la de ‘prevenir’ al corregidor de la ciudad que ‘cuidase’ los servicios públicos –acción que se ejecutó durante un tiempo limitadísimo-, cuatro años más tarde, 1778, los de La Económica se dirigieron al corregidor y le pidieron: ‘delegue sus facultades respecto a policía urbana en uno de los miembros de nuestra Sociedad, para entenderse con el servicio de limpieza’. El ‘mandamás’ accede y se forma un equipo con representante de la ciudad y dos miembros de la Sociedad.
Primer paso del ‘equipo’. Para lograr fondos se proyecta celebrar ocho corridas con novillos ‘y con lo que recaudemos haremos frente a los gastos de alumbrado y limpieza’. Tal cual, presentan el proyecto al Ministerio correspondiente y el Rey, que estaba en San Ildefonso, autoriza. Y se prepara el ‘tinglao’ en la Plaza Mayor. Pero, en vez de ocho se celebran cuatro. Las ganancias, después de los pagos obligados, fueron de ocho mil reales.
¿El cuento de La Lechera? No… pero casi. Con el dinero se instalaron 70 farolas; su coste fue de 2.000 reales. Vía ensayo se colocaron en la Plaza Mayor, calle Real, Azoguejo y algunas otras calles hasta llegar a El Salvador. Se completó el ‘programa’ unos meses después barriendo algunas calles. No había salido el programa completo. Pero la ‘cosa’ funcionó. La Comisión se envalentona. Proyecta ocho corridas y estas de toros. Otra vez a acondicionar la Plaza. Barrera alrededor y tendidos debajo de los balcones, hasta conseguir una ‘cómoda y segura construcción de madera’.
Llegado el día de San Pedro, fecha señalada para abrir el ‘portón’, año 1779, acudió el señor rey D. Carlos IV, que acababa de llegar al trono. Su presencia no animó la de otros (‘el populacho’) y si no había espectadores, no se vendían entradas; había que pagar el ‘ganao’, toreros, subalternos… Pa que seguir. Cuando se hicieron números finales, la Sociedad había perdido, además de llevarse un morrocotudo disgusto, la ‘tontería’ de 30.000 reales. Mas, como había que pagar lo contratado, hubo que salir a tapar agujeros el Municipio y con fondos del Común hacer frente al desaguisao.
El alumbrado de las setenta farolas, que era producido por candilejas conocidas por el vulgo como gusanillos, funcionaba con ¡aceite de oliva! Quedando claro para quienes no vivieran aquella época que las farolas solo lucían las noches en las que la luna no alumbraba. E incluso alumbrando, la mayoría de las noches solo se veían en determinadas calles las luces de las linternas de los serenos, que llegaron en 1834, o algún candil de los escasos vecinos que se atrevían a salir a esas horas nocturnas.
En el año 1792, lo escribió Chaves Martín, se instalaron en la ciudad otras 182 farolas de aceite. Mas después, año 1870, el sistema pasó a depender de quinqués de petróleo. Y un poco más lejos, cuando comenzó a funcionar La Electricista Segoviana, 1891, ya pasamos a la normalidad. O así.
La limpieza, con el paso de los tiempos, había mejorado. Sobre todo cuando las calles comenzaron a empedrarse con borrillo (canto rodado). Se construyeron aceras y se podía hasta barrer con los escobones de esparto, u otros materiales, que la Ciudad proporcionaba a los barrenderos, pocos y horriblemente pagados. Lo describió muy bien el alcalde Mariano Sáez y Romero.
