En política la falta de rigor y soluciones acaba generando una impotencia que busca excusas, descargos y coartadas. La hipocresía se cobija en el ideario, en los argumentarios de partido y en las enormes tragaderas sociales que justifican lo que sea necesario, especialmente si es de los propios. ¿Un ejemplo? Observen el contorsionismo político del grupo de Mónica Oltra para decir: “Si nos tocan a una, nos tocan a todos” Enarbolan banderas de partido para tapar errores y fracasos cuando no presuntos delitos. Pero es una práctica trasversal porque las apariencias importan. La idea, no nos engañemos, es la perpetuidad personal sin desgaste del aparato de partido. Nuestra clase política —de tonos grises y opacados— tiene mucho que reflexionar sobre la imposición de las directrices de sus partidos. Pero, claro, eso no interesa. Tal vez con listas abiertas y circunscripción única… En fin, quimeras aparte, desde hace no menos de un decenio percibo que la hipocresía sube escalones y la política banal y demagógica — esa que nació odiando y en la misma cuna que los extremismos— ha tomado posesión del cargo. Y ahí, en el descarado doblez, en la manipulación, en el agravio o en la demagogia es donde la política mediocre medra en su mejor caldo de cultivo. Otro ejemplo. No comprendo por qué un representante político le niega el saludo a otro por un motivo ideológico; por pensar distinto. La cosa es grave. Y es que vivimos una política infantil, anémica y estéril de perfectas arengas de trinchera jaleada desde la bancada propia. Sillones; no tiene otro objetivo. Hace años un político madrileño me decía que lo importante era tener… vis política. “Entonces estamos jodidos” le contesté. Y así seguimos.
José Múgica, expresidente de Uruguay del MPP, decía que la política era saber ser adversarios sin ninguna ofensa porque el odio destruye. Es una curiosa reflexión para un exguerrillero, pero coincido con él. En nuestros días se confunde pasión y odio y eso, desde luego, nos hace perder la objetividad de las cosas. Las cosas son lo que son y el tamiz ideológico es un caleidoscopio que únicamente cambiará mi perspectiva y el color con el que veo, pero no la realidad. Esa que se conoce con la lógica y no con erística.
La política debería ser leal con la sociedad expulsando al que la usa para sí. También colaboración trasversal y no necesariamente entre afines por el simple hecho de serlo. Los propios también se equivocan. Ser de izquierda o de derechas no es algo que se lleve en el ADN, ni en el programa electoral, ni en un carné de partido que nos obliga a reunirnos en cardúmenes ideológicos para protegerse. Tal vez yo sea demasiado empírico cuando digo como santo Tomás, que por sus frutos los conoceréis. Todo lo demás es poesía, interés y ambiente cargado y cargante.
Absolutamente nadie acierta o se equivoca en absolutamente todo. Pero el sectarismo hace que o bien echemos la culpa al camino de nuestros propios tropiezos o al adversario para atizarle con la quijada de su ideología actual o la ideología afín que le presumimos de regímenes pasados. Vuelvo al ejemplo. Si fuese así tal vez la conclusión sería que lo mejor que le ha ocurrido al actual pensamiento político de izquierdas es que Franco estuvo en el poder durante cuarenta años. A fin de cuentas, hoy ese es su mejor argumento electoral de arréale y tentetieso.
A mi admirado Rafael Calvo Ortega le he oído decir que la política debe estar guida por la ilusión y la coherencia. Pero la ilusión es algo personalísimo e intransferible y, mucho me temo, que enseguida queda cegada por las luces del hemiciclo y el brillo de los sillones. Por su parte la coherencia es “rara avis” y se ha empadronado en casa de la hipocresía. Ahí, el político entiende que es bueno perpetuarse y que el verbo dimitir es mejor no conjugarlo. Para salir en la foto, como decía Alfonso Guerra, debe estarse quieto y seguir usando la guiadera del partido. Lo importante no es la verdad sino que mi argumento prevalezca y resuene entre los propios. Así, nuestros políticos no utilizan la lógica; usan la dialéctica erística, esa en que lo importante, a decir de Schopenhauer, no es buscar la verdad sino la apariencia de razón, aunque sea falsa y para ello usan frases lapidarias, zascas ocurrentes, contradicciones y escarmientos dialécticos en vez de propuestas con soluciones solventes. No importan los hechos; importan las apariencias. Eso es lo verdaderamente sustancial y esa es la política gris que tenemos. Política de luces cortas llena de erística de zascas e hipocresía.
