Dedicatoria: A mi abuelo paterno, Lucio Martín de Santos, al que la suerte, los tiros, las fiebres y las bayonetas, respetaron para volver ileso. De lo contrario yo no habría podido escribir estas líneas.
La última ‘fase’ de la guerra de la Independencia cubana (1895-1898), dejó muy pocos recuerdos buenos. Los peores, aquellos cuando los enfermos y heridos llegaban en el tren a la estación de Segovia, donde el equipo de Cruz Roja con el doctor Ramírez, presidente de la entidad, en primera línea de ayuda, trataba de solucionar los graves problemas que se le presentaban en cada expedición.
Viajaban los soldados en barco en condiciones lamentables. Que llegaran vivos algunos ya era un milagro. En uno de esos barcos de la Compañía Transatlántica, año 1887, habían viajado 1.350. No había literas para todos y hubieron de habilitar la bodega. El viaje era un infierno, tanto o más que la incertidumbre de la batalla, donde no se sabía si una bala, perdida o no, o una bayoneta segaría una vida.
A los puertos de Cádiz y Santander llegaban los jóvenes soldados heridos o enfermos. Desde los mencionados lugares eran ‘transportados’ en tren hasta sus localidades de origen. Muchos, muchísimos, se quedaban en el camino. Los que llegaban a Segovia eran ingresados en el Sanatorio que la Cruz Roja tenía en Santi Spíritu.
Regresar sin heridas o enfermedades era más que un milagro. En la isla caribeña quedaron sin repatriación, muertos, alrededor de 53.000 soldados españoles. De ellos tan solo 2.000 lo fueron en combate. Fundamentalmente la ‘fiebre amarilla’ diezmó, y de qué forma, las filas españolas. Castilla aportó alrededor de 6.000 jóvenes, de los que alrededor del 5% fueron segovianos.
De ese colectivo de jóvenes españoles los hijos de la burguesía se libraban de ir a la guerra. Podían hacerlo porque su familia pagaba a la hacienda pública las 2.000 pesetas para comprar su libranza. A los hijos de los ‘destripaterrones’, conocidos como los ‘sustitutos’, nunca les tocaba la otra ‘lotería’.
Permítanme en este camino hacer referencia a tres historias de otros tantos militares segovianos de oficio.
General Arsenio Fernández-Campos Antón. Nació en Segovia, barrio de San Esteban, en 1831. En el año 1869, solicitó traslado a Cuba, donde se había producido el levantamiento de ‘Grito de Yara’. En 1872 fue repatriado. En 1877, el Gobierno le envió de nuevo a Cuba, donde llegó al frente de 25.000 soldados. Un año después firmó la ‘Paz de Zanjón’ y regresó a España.
No estuvo mucho tiempo en la península. Las constantes sublevaciones de los nativos pidieron de nuevo su presencia. Sus tácticas de apaciguamiento no dieron resultado. Se negó a aplicar métodos represivos más violentos y regresó. El proceso independentista continuó hasta su victoria.
En septiembre de 1896, el Diario de la Marina, de la Habana, bajo el título de ‘Un Segoviano’, describió la decidida y valiente acción de guerra del comandante de Infantería, León García Herrero ‘natural de Segovia’, que al frente de un centenar de soldados protegió y salvó a una compañía de Baza.
Al final de su escrito el corresponsal ‘dejó’ esta nota: ‘Este jefe ascendió en dos años de sargento a capitán. Es soldado por su suerte. Para los militares viejos es decir bastante’. Regresó a Segovia con licencia en septiembre de 1896. En abril de 1904, con fecha de 30/XI/1895, entró como en la Orden de San Hermenegildo.
También segoviano, Enrique Lanchares López, capitán de Artillería, tuvo una relevante presencia en la isla. El 19 de septiembre de 1896 hubo de regresar a Segovia herido grave. Llegó a su ciudad natal con licencia por su mal estado de salud.
Lanchares, miembro de la Academia de Artillería, promoción de 1888, era hermano de Clementina y Antonio Lanchares, teniente de la misma arma. Todos ellos residían en Juan Bravo 70, frente a la Casa de los Picos. Donde Clementina había abierto una administración de loterías, hoy en activo, como la más antigua de Castilla y León, y atendida por familiares de aquella.
In memoriam en recuerdo y honra:
Por los que fueron y no volvieron.
Por los que volvieron y murieron en un hospital.
Por los que quedaron lisiados para siempre.
Por los que murieron sin saber por qué y para qué.
Por las familias que lloraron al verlos marchar y no vieron su regreso.
El repudio
Para las malditas guerras, de ayer, de hoy, de siempre, y los malditos que las provocan.
