En los primeros meses de 2020, mirábamos con estupefacción y curiosidad las medidas de China y Corea del Sur contra la expansión del coronavirus. De China nos parecían extremos los confinamientos absolutos. De Corea nos resultaban acertados los tests masivos y las desinfecciones a gran escala de lugares públicos. Imprevisiblemente, cuando le tocó a Europa, los países hasta entonces más democráticos del mundo se inclinaron por imitar las medidas de China. Se dejó de hablar de Corea y, con la excepción de preguntarse si habría o no olimpiadas, poco se habló de Japón. La que fue la segunda potencia mundial desapareció de los medios de comunicación occidentales. Nadie sabe muy bien cómo se enfrentó Japón al primer año de pandemia, como logró que se celebrasen los Juegos Olímpicos de Tokio en 2021, y qué rumbo ha tomado la situación en esa potencia olvidada.
Desde occidente no ha interesado discutir, quizá porque haría sonrojarse a las democracias europeas, que allí (y tengo entendido que también en Corea del Sur) no se instauró nunca un confinamiento obligatorio, a pesar de la declaración del estado de emergencia durante algunos periodos. A los habitantes de aquellas naciones asiáticas se les pidió que procurasen quedarse en casa, y a las empresas que hicieran lo posible por favorecer el teletrabajo, reducir los horarios de venta, y poner todas las medidas para evitar los contagios. En Japón, las residencias de ancianos se blindaron contra las visitas, los colegios se cerraron durante los primeros dos meses tras la declaración de pandemia, se decretaron cierres tempranos en el ocio nocturno, prohibición de servir alcohol y peticiones de distancia social. Nunca existió una prohibición directa que privase de libertad de movimientos a los ciudadanos. Tras la vuelta al colegio, la vida regresó a un estado de cuasi normalidad, eso sí, con ocio recortado y mascarillas ubicuas, que continúan a día de hoy. En definitiva, una forma de actuar muy en la línea de los japoneses, sin histerismos y con mucha asepsia, que permitió que la actividad económica no se interrumpiera del todo. (En la primera semana de mayo, las cifras oficiales y las de la Universidad John Hopkins señalan que ha habido algo más de 29.700 víctimas mortales. Población del país: unos 125 millones de habitantes).
Por si parece que lo anterior se acerca a una situación óptima, añadiré que, por su desconfianza recalcitrante de todo lo que viene de fuera, la vacunación comenzó tarde y mal, y la resistencia social parece haber ralentizado su implementación a gran escala. Pero lo peor es que las autoridades tomaron una medida también muy característica de su historia y del carácter japonés que contradice la mesura de lo descrito arriba: echar la llave al país. Es el privilegio de ser isla. Cuando te conviene, echas la cancela y no entra nadie que no sea japonés o que no posea la residencia permanente. En los primeros meses, incluso se violaron derechos fundamentales de ciudadanos extranjeros que vivían en Japón con visado vigente y que se encontraban en el extranjero, pero que no pudieron volver a sus casas, incluso a costa de separarlos de sus hijos y esposos japoneses. Resulta contradictorio que se fuese tan respetuoso con las libertades sociales y al mismo tiempo se permitiese semejante e impune violación de los derechos humanos.
Japón ha hecho en esta pandemia lo que hizo entre los años 1639 y 1853: meter la cabeza en la tierra y hacer como que no existe
Dos años y medio más tarde, Japón continúa cerrado. El país ha hecho en esta pandemia lo que hizo entre los años 1639 y 1853: meter la cabeza en la tierra y hacer como que no existe. Miles de estudiantes e investigadores de intercambio, cientos de personas relacionadas con los negocios, la política, el arte o las actividades sociales, deportivas y filantrópicas, se encuentran en espera de poder entrar a Japón. Irán poniendo sus miras poco a poco en algún otro lugar, ante la injusticia de ver sus visados denegados una u otra vez, a pesar de cumplir con todos los requisitos. No es casualidad que no se hable nunca de Japón en los medios. La estrategia del avestruz tiene la ventaja de que se hable poco de ti y no se difundan cifras o críticas que pudieran ser dañinas para tu imagen. Sin embargo, estoy segura de que esta medida anacrónica en el siglo XXI se volverá contra el país, causará un estancamiento económico y social sin precedentes y le hará caer aún más en los puestos de relevancia mundial. A Japón, esta reorganización del orden mundial que vivimos, en la que debería haber sido un jugador prominente, le ha pillado con el pie cambiado.
Observar las reacciones de cada país y de cada persona en estas circunstancias aciagas universales ha sido un ejercicio sociológico de lo más revelador. Cada uno ha hecho aflorar lo peor y lo mejor de sí mismo, sus prioridades, su (in)capacidad de visión y de interpretación de la realidad, su inclinación por consumir desinformación o aplicar criterios racionales, y su coraje para convertirse en líder o ponerse de perfil. Lo que está claro es que el miedo paralizante, la desconfianza irracional y enfocarse en el ombligo de uno en lugar de elevar la mirada no parecen ser nunca la mejor solución, ni para una pandemia, ni para nada.
