Creció fabricando cal viva, una de las actividades tradicionales que más dedicación requieren. Eran los años 50 60 del siglo pasado, cuando la vida en los pueblos se hacía tan dura que obligaba a emigrar a las ciudades.
Apolinar García Miguel recuerda, a sus 78 años, su adolescencia en Cabezuela al cuidado de la calera que servía de sustento para su familia. Participó en la construcción del horno de cal del que ya solo queda parte de su estructura. Sustituyó a otra anterior. Desconoce el origen de la producción de cal que fue habitual en muchos pueblos segovianos.
Él empezó a trabajar en cuanto creció, con 13 ó 14 años. Para hacer cal había que ir en carro, con tres machos, hasta Villaseca o El Enebral, cerca del río Duratón. Recogía piedras calizas y las cargaba para acarrearlas hasta su pueblo. Una tarea que se prolongaba casi todo el día. En verano, apurando la breve noche, llegaba a hacer dos viajes. “Los animales descansaban mientras cargábamos el carro”, relata.
Recubrir la calera era un trabajo delicado y peligroso. Había que colocar las piedras para construir una bóveda y dejar un hueco por el que saliera el humo del horno. Se alimentaba con barrujo, ramas y madera para que durante tres días y tres noches se mantuviera el calor. Durante este período los obreros se alternaban, cada hora, para mantener constante la temperatura de unos mil grados.
Los viajes en carro no estaban tampoco exentos de peligros. Fueron frecuentes sus caídas desde lo alto al quedarse dormido sobre las piedras, tras la extenuante labor que suponía picar y apalancar las piedras y cargarlas a mano sobre el carro. Lo habitual era viajar dos personas porque en las cuestas era preciso frenar las ruedas del carruaje para ayudar a la caballería y que no venciera el peso de las piedras. Al principio él acompañaba a su padre, luego iba con su tío Esteban o su primo Casildo. Cuando no eran piedras, transportaban leña. “Se quemaba mucha madera”, recuerda. A ello se sumaba otra labor que debían aprender los caleros: vender la cal. Para ello viajaban en bicicleta para hacer tratos con los albañiles. “Yo iba a los pueblos de la sierra, en bicicleta, rezando para no pinchar”. Había que cuadrar ventas para reunir las 50 fanegas que completaban el carro.
A los 21 años ya se dio cuenta de que el sacrificio que exigía producir cal no compensaba. Se marchó a Guipúzcoa, como otros muchos segovianos en busca de otro modo de vida. En el pueblo se quedaron sus hermanos que ya compraron un tractor. No precisaban del carro; pero tampoco era rentable y la calera dejó de encenderse.
Eran los años 70. Con su esposa Paca se asentó en Orio. Allí pronto se amoldó a la nueva forma de vida. Regresaba a su pueblo en vacaciones. Pertenece a la familia de ‘los copines’, extensa pero muy unida. En esos años ‘Apoli’ se convirtió en embajador de los segovianos que iban a San Sebastián. Aprendió a cocinar como buen vasco. Y al revés: ha conseguido que no pocos vascos vengan a su pueblo para sentirse como en casa. Ahora disfruta de su jubilación, con su pequeño huerto, junto a la calera, ya fría.
