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Allí donde los árboles llueven

por Eduardo Juárez
20 de marzo de 2022
EDUARDO JUAREZ 1
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Salvemos nuestro patrimonio en riesgo de ruina

Intrascendente celebración

Jacinto Guerrero y ‘El Huésped del Sevillano’ en el Cervantes

Dicen que en la isla de la Gomera hay un bosque ancestral que vive perdido en el tiempo. Encerrado entre la rocalla negra del volcán, las aguas saladas de un mar que no termina y un sol seco e inmisericorde, el viejo bosque canario ha aprendido a sobrevivir. Sediento de dulce agua de lluvia, de manantial que salte entre raíces viejas y retorcidas como el alma pútrida de un resentido fresno horadado, aquel bosque viejo aprendió a comer de un suelo pedregoso, a beber de un sol corificado y a perdurar en una naturaleza poco maternal. Fácil es perderse allí entre rama caída y raíz rastrera. Imposible encontrar el camino entre raigones y arbustos de hoja coriácea y leña lacerante; pegajosa y dulzona sabia emanada por brotes eternos que nunca florecen, que siempre están entre lo que son y lo que podrían llegar a ser. La bruma torva se acuesta entre los troncos grises de árboles cubiertos por musgo oscuro y empapado, cubiertos de barbas ora blancuzcas, ora verdosas, envueltos en la oscuridad que el agua en suspensión roba a un sol casi tropical.

Difícil resulta comprender el origen de esa agua imposible que riega hasta el empacho un bosque que nunca debió existir. Mas, si uno se fija bien, si deja la cámara a cubierto de la estulticia más superficial, llega a comprender que aquel guirigay quedo y goteante nace en las ramas de los árboles más altos y lozanos, en las anchas y mullidas hojas de cuanto crece en la vieja fronda gomera. Apartado de cualquier sensatez a la que un humano ignorante como el que suscribe pudiera agarrarse, se termina por descubrir el milagro de la laurisilva, el bosque milenario canario donde llueven los árboles, hastiados de rogar por una mísera nube, por un resquemor húmedo de fresca vida transparente.

Aún sabiendo para mi desgracia que la laurisilva está a una vida de distancia, hace unos días me sentí en mitad de aquel fragor irreverente, donde el árbol se rebela y el agua corre por las nervadas hojas en carrera imposible hacia un suelo mullido de negro lodazal. Caminaba este humilde Cronista a la zaga del Sr. Bellette, cuya espalda suele agigantarse a medida que el tiempo se contrae y el camino corre hacia el infinito. Pasado el Salto del Corzo donde nace el arrastradero de la silla de piedra para un rey sin corona; dejando a un lado el carril del pino que engendró la garita y la vereda que sube hasta el raso donde un tronco seco y raído mana agua celestial y los ganados estabulados se deleitaban con el cervunal fresco atiborrado de rocío veraniego; más allá de los tiesos pinos que llevan a Navalasviudas, cuna de la madera más recta, el tronco más grueso y la savia más amarga; justo allí donde el paredón que frena la roca suelta se cuartea carcomido por todo lo que crece enmarcado en un paisaje de aguas cristalinas en devenir adolescente interminable sacado de un sueño de Turner; justo allí, digo, donde el camino se estrecha entre cascajo suelto y lacerante y la caída hacia Prado Largo te hace sujetar las expectativas de vivir un día terrible, vi el milagro de los árboles que llueven.

Cargadas de una nieve anhelada por todo lo que allí vive, lo que ha de vivir y lo que se espera que viva, las ramas de un ejército insondable clamaban dobladas en un feliz alarido de insoportable desesperación. Combados por el peso de tamaña esperanza, los brazos de jóvenes pinos, pinatos y pimpollos, se esforzaban por olvidar el saludo reverencial a quienes amamos lo que son e intentar erguirse en salvaje grito de juventud. Aupados a veces por mis bastones, por la soslayada mirada del Sr. Bellette y por un sol enfrascado en ver las copas de su progenie y la espalda de rama encorvada y tronco a punto de tronzar, los jóvenes ancestrales que acompañaban nuestro caminar empezaron un desfile militar de ramón enhiesto, hoja hirsuta y nieve en cascada hacia el transitar. Llegados a la cuesta descascarillada que habría de llevarnos hasta la fuente del pobre José Abastas, el sol serrano prendado de un invernizo amarillo oscuro creo que sintió cierta envidia de nuestros pasos entre chinarro negro veteado y árboles enamorados de nuestro sonoro trasegar. Caldeando aquellas venerables copas de pinos padres, madres de prístina acícula verde y tronco anaranjado, nuestros paisanos más esforzados, esos que nos protegen del frío con su alma y del calor con su presencia, empezaron a llover sobre nuestras cabezas, alimentando un alegre pasear por la vereda clara que recorre los hondos y solitarios pinares en la ladera descarnada del bosque de Valsaín.

Es en la esperanza por ver algo incierto donde subyace el milagro y no en la acción de uno

Y viendo cómo el agua empapaba el rostro, apelmazaba los cabellos y alegraba una mañana de portentoso cielo azul eléctrico, sintiéndome presa de una fina lluvia continua caída desde las copas de los árboles segovianos e incapaz de cubrirme ante semejante milagro serrano, caí en la cuenta de lo fácil que es creer en lo imposible aún siendo posible. En la necesidad que se tiene de asumir lo que no ha de ocurrir y no esperar que eso impensable ocurra después de todo. En que es en la esperanza por ver algo incierto donde subyace el milagro y no en la acción de uno, en la decisión de otro, que habremos de experimentar lo atrabiliario. Ya ven, en un mundo en guerra constante, en un planeta gobernado por el interés y la lucha hacia el dominio de factores estratégicos que han de pergeñar carestías en la mente y hambrunas en el alma, uno no deja de pensar en un milagro fruto del diletante caminar, de la blanca nieve inmaculada, de la fresca esperanza indescriptible en una mañana entre esos gloriosos hermanos, los árboles que llueven en el interminable valle de Valsaín.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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