Los sueños de Victoria, como los de cualquiera, tienen dos componentes. Puede sonar a broma, pero no lo es. Por una parte estaban los sueños. Ya se trató el asunto la semana pasada: su materia y sus diversas formas. Ahora corresponde abordar el contexto del componente “Victoria”, nombre propio en este caso y, además, común. Si se permite la broma, común, para después de una guerra, para uno de los contendientes.
Y lo primero de todo, para situar las cosas bien, es que la victoria de unos no se produce sin la derrota de otros, los enemigos; que, desde ese momento, pasan a ser simplemente vencidos. Las palabras en esto engañan, porque aunque no existe elemento fonético, o de significado, que relacione enemigo con vencido, estos dos términos suelen estar muy íntimamente relacionados.
Parecen dos palabras independientes, que pueden circular cada una por su cuenta, como si no existiera relación alguna entre ambas. Pero aquí la gramática parece alejarse de la vida real. Desde la cronología se podría pensar que no hay coincidencias entre ellas, que son palabras tan “primas” como los números primos, que son solo divisibles por ellos mismos y por la unidad. Y si se produce, cuando se produce, ese “enemigo-vencido” es cosa de un instante apenas. En cuanto llega la victoria-derrota los “viejos” enemigos se desdoblan en vencedores y vencidos.
En fin, la condición de enemigo y la de vencido apenas duran juntas por escrito. En la vida normal es indudable que son sucesivas, que están relacionadas como causa y efecto. Y esa relación causal es tan intensa que fuerza el que una se convierta en otra (enemigo y vencido). Más aún, se podría decir que parte de los enemigos llevan dentro la condición de vencidos, y que esta aflora con la liquidación del enfrentamiento en forma de victoria del adversario. La dolorosa conclusión, en la que lenguaje y vida coinciden, es que el único modo en el que no todos los enemigos terminen como vencidos, es acabar siéndolo nosotros.
Por la parte del nombre propio (Victoria), ninguna de estas consideraciones estaba en la mente de nuestra soñadora. Ella fue de las que resultaron vencidas. En realidad habría que decir que se encontró entre el montón de las vencidas, porque todo su protagonismo consistió en estar en un sitio determinado (Madrid, primero y Valencia luego y hasta el final). En ese mismo grupo estaban su amigas levantinas y muchas de las que después se hizo en Madrid.
Esta precisión tiene su importancia. El Madrid al que regresó Victoria con 16 años a punto de cumplir fue muy distinto del que dejó con 13. Para sus padres menos.
Pero ella en un nuevo barrio, Vallecas en plena expansión, tuvo que empezar a construir sus amistades desde cero. Solo quedaban sus tíos en Ventas, con su prima. Son los nuevos comienzos que exigen los desplazamientos. Las discontinuidades en las formas normales de vivir, en los entornos, en las lógicas aceptadas que rigen las comunidades sin estar escritas. Un desarraigo que lo fue menos, por producirse en un espacio —Vallecas— que comenzaban a llenar precisamente desarraigados de todas las regiones que buscaban sobrevivir entre las oportunidades que ofrecía la gran ciudad.
La Victoria de la Guerra y sus amigas del Madrid republicano y resistente y la Valencia capital levantina de circunstancias, habían sido vencedoras, sin saberlo, en los primeros meses de la Guerra, porque el levantamiento no triunfó inicialmente en aquellas ciudades. Fueron testigos de las atrocidades de unos al principio y de los otros después. En aquel toma y daca de odios y de venganzas, ellas, como muchísimas otras, acabaron de neutrales por no ser importantes.
Sin apenas caer en la cuenta se les metió bien dentro del alma que otra cosa así no les podía volver a pasar. Y aquellas adolescentes que se hicieron mujeres de golpe, que trabajaron para sobrevivir y sacar adelante a sus familias (padres y hermanos) y ahorrar para poner su casa en cuanto se casaran con lo mínimo, fueron también las que a base de vivir y luchar para conseguirlo fueron, primero, olvidando y, luego, casi sin darse cuenta, perdonando. Se pasaron la vida murmurando, bajito, solo a sus vecinas de confianza, cuando se lanzaban reivindicaciones de “justicia” franquistas o antifranquistas: “pues anda que vosotros”. Sabían demasiado.
He escuchado esos murmullos frente a los extremos siempre. Desde luego mantenerse como enemigo, dentro o fuera del país, era un modo de resistencia: una demostración de que no se estaba vencido. Una manifestación de que la Guerra no había terminado para quienes querían seguir luchando y, además, lo hacían. Fue una postura digna y valiente, porque no es igual ser antifranquista en 2022 que en 1965 ó 1970; pero no era la que la gente mayoritariamente quería.
Durante el franquismo se generó la Transición. No fue desde luego un empeño gubernamental y menos en los comienzos. Empezó de modo burdo: por el olvido, por el intento de dejar la Guerra atrás y mirar exclusivamente hacia delante. Fue inicialmente un modo de sobrevivir y una suma inconsciente de empeños por olvidar. A veces, cosas personalmente muy dolorosas. Se traducía, como mucho, en miradas hacia otro lado ante el fervor patriótico o el revolucionario de los bandos aún sobrevivientes. No hubo salas de seguridad, ni tratamientos psicológicos de apoyo para ellas. Y Victoria y sus amigas, las que aún viven, cumplen este año los noventa y nueve.
Lo contaba un anciano, niño en el Madrid de 1939: “aquello ya era demasiado, tenía que terminar. Ganara quien ganara”. Y concluía que estaban ya hartos de aquella Guerra. Quizá para ellos cualquier cosa era preferible a la Guerra, hasta el franquismo. Y cuando el vencedor murió y pudieron hablar tranquilos dejaron bien claro que no querían ninguno de los dos extremos que les habían conducido a aquello. No era un asunto de “storytelling”, ni de encuadre informativo. Era cuestión de hechos. Y así fue. Una victoria esperada, deseada, trabajada, callada, con olvidos voluntarios y aposta, con silencios, con murmullos, con miradas… y antes, con trabajos, con hambres y soñando con bocadillos.
