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Segovia y los toros | La Martina en las ferias de septiembre de 1867

por Ángel González Pieras
27 de febrero de 2022
en Segovia, SUPLEMENTOS
Martina García.

Martina García.

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Andorreaba el autor de estas crónicas en otras lides cuando recibió de parte de Rafael Cantalejo –director de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce y archivero que fue del Concejo de la Ciudad– un cartel que recoge la presencia de Martina García y su cuadrilla corriendo toros en la plaza de Segovia. Con toda probabilidad serían las primeras mujeres que ejercieran ese oficio en la hoy bicentenaria. Nada he hallado hasta el momento de ningún precedente. Compone el cartel la ilustración que acompaña este texto, y a desentrañar su historia dedicaremos las siguientes líneas dentro del análisis que venimos realizando -utilizando como excusa la Fiesta- de ese mundo tan apasionante como curioso que compone la sociedad segoviana del siglo XIX.

Nació Martina García en 1814 en Colmenar de Oreja. O sea, cuando toreó en Segovia andaría por los 53 años. No era por lo tanto una niña; llevaba mucho ruedo tras de ella, exactamente treinta años si hemos de hacer caso al libro Historia de la plaza de toros de Madrid contada por un aficionado, obra de 1883. La plaza de la que habla el libro es la plaza antigua, a la que se llegaba no más cruzar de salida la Puerta de Alcalá: a un lado el pósito y al otro el coso taurino: el pan y el circo de los romanos en versión actualizada.

El mismo libro, que es un pozo de datos y de anécdotas de la Fiesta en el siglo XIX, dice que Martina se cortó la coleta el 14 de agosto de 1874. Si echan cuentas verán que contaba los 70 años. Ya talludita, aunque Curro Romero y Antoñete le ganaran con el tiempo en longevidad en los ruedos por no hablar del matador por excelencia en los inicios de la tauromaquia, Pedro Romero, que estoqueó a su último astado a los 77 años. En el caso de torera, lo hizo en la que iba a ser la última corrida que verían los aficionados en la vieja plaza madrileña, que ya es casualidad. Ese día, Martina se atrevió a matar dos toros en puntas del duque de Veragua. Decir en puntas significaba que las astas del animal no se presentaban protegidas por ningún tipo de artilugio o embolado.

En Segovia no se atrevió con tanto. En Segovia mató un toro embolado de dos años y medio y de nombre Campanillero. Era el 22 de septiembre de 1867. Domingo. Rara fecha en el calendario se podrá argüir si no se conoce la historia. Y esta no es otra que la costumbre instituida entonces de dos ferias en la ciudad, una la de san Juan, con la fiesta de san Pedro como jornada taurina por excelencia, y otra en el tercer domingo del mes de septiembre, que en ese año fue el cuarto porque el día 1 cayó en domingo. La idea de la segunda feria va ligada a partir de 1849 a la reconstrucción de la plaza de toros que estaba inconclusa desde que por Real Orden de 28 de abril de 1801 se previera el levantamiento de un nuevo coso en la Dehesa de la ciudad que desterrara por insalubre la tradición de su celebración en la Plaza Mayor.

Ferias de septiembre

La idea de asociar la segunda feria de septiembre a la reconstrucción de la plaza –y por lo tanto a ofrecer festejos de toros- corrió a cuenta de la junta de agricultura de la ciudad que la firmó por oficio el 5 de febrero, trasladándose al Ayuntamiento capitalino que tomó razón de ella el 2 de marzo de 1849. En ese pleno se determinó que se realizara la dicha segunda feria y a partir de tal año en el tercer domingo del mes de septiembre. Concretamente en ese 1849 las fiestas se celebraron del 14 al 17 de septiembre. Es interesante observar cómo la reconstrucción de la plaza, y por lo tanto la celebración de corridas de toros, se consideraba “oportuna y conveniente para el aumento de consumos de esta capital” (acta del pleno del Ayuntamiento de 20 de abril de 1849) y por ello se recomendaba que se “publicase en el calendario” para así “traer la concurrencia” (acta de 2 de marzo de 1849). Los toros ya tenían la consideración de palanca de desarrollo económico tanto por ser fuente directa de ingresos económicos como por favorecer los dichos “consumos” de los que se beneficiaba la industria y el comercio de la ciudad.

En inteligencia con lo expresado era lógico que si las fiestas de san Juan contaban por ellas mismas con suficiente atracción por ser ferias mayores se reservara a las señoritas toreras para las de septiembre, por lo que novedad suponía su concurso. Ya anticipamos en el anterior capítulo cómo la faena de las mujeres iba indisolublemente ligada al concepto de mojiganga o de espectáculo más allá de los cánones de Paquiro y su Tauromaquia (1836), de los que tanto hablaremos en lo por venir, y en cambio cerca de los entremeses que en el teatro clásico del siglo de Oro no tenían otro fin que provocar el jolgorio del público en los entreactos de las obras de teatro mayores.

A Martina García todavía se le seguía conociendo como La simpática Martina, aunque ya resultara extendida su fama de buena lidiadora. Ese 22 de septiembre las toreras formaron parte del teatrillo taurino. Hicieron de teloneras del matador Juan Caro que, con su correspondiente cuadrilla, se enfrentó a tres toros de muerte de la ganadería de Mauricio Rosales. Caro era también el empresario. Fue él quien contrató la plaza de toros para dar la novillada en la que intervendrían las señoritas toreras. Y digo bien, porque el programa final recogía que a la muerte de los tres novillos saldría la cuadrilla de mujeres. Dos de ellas, Juliana Alonso y Gabriela Buceta, jugarían con el torete –un eral que todavía no llegaba a utrero-, rejoneándolo “rodilla en tierra”, tal y como rezaba la instancia remitida por Caro al gobierno militar.

Imagínense la de revolcones que recibirían las pobres. Para más inri, las antedichas iban vestidas de indias, por eso de animar el cotarro con un disfraz propicio a la chirigota. Una vez cubierto el repertorio con la bullanga entraría Martina García y daría muerte al torete. El precio fue tres reales la entrada general, ya fuera sol o sombra, y cinco reales las gradas sin distinción de números. Eran los asientos que ofrecía el coso. Nada se habla de palcos para el público porque por entonces no existían como localidades. Hay que recordar que a pesar de la intención señalada en el pleno de 20 de abril de 1849, las obras de reconstrucción de la plaza fueron demorándose año tras año, y solo de ciento a viento se emprendían acciones puntuales. Existe constancia de que en marzo de 1866, un año antes de la corrida de Martina, Francisco Santiuste, Fausto Otero y otros vecinos de la ciudad, que ostentaban el arriendo de la plaza de toros, manifiestan “estar haciendo obras en ellas, lo cual ha de reportar en bien a la población por la afluencia de gente que con tal clase de diversión concurre”, por lo que solicitan al Ayuntamiento que para mejor acceso al recinto “se sirva disponer la reparación por cuenta de los fondos municipales del camino que desde la Maestranza sube a la llamada Casa de Reyes y el arreglo en parte de los afueras de dicha plaza”. Por Maestranza entendemos la Maestranza de Artillería, ubicada entonces en los terrenos anejos a San Antonio el Real. Pero pocas obras de realce se han de contar hasta fechas venideras, que se irán viendo en sucesivos capítulos de esta pequeña serie.

Antes de seguir descubriendo algo más de la azarosa vida de Martina García hay que decir que la plaza de toros de Segovia conoció ese año de 1867 cuatro festejos: el tradicional del 29 de junio, el 18 de agosto (domingo), tras la fiesta de la Virgen y de San Roque, el 22 de septiembre y el 19 de octubre.

Fue la de 1867 la primera temporada completa en la que rigieron las bases para el desarrollo del espectáculo taurino que el gobernador civil había aprobado el 3 de septiembre del año anterior (1866). Era una regulación sencilla, y en la que más que introducirse normativamente en el desarrollo de la lidia lo que se pretendía era asegurar el “buen régimen y orden de las funciones”, pues era bien sabido lo propensos que resultaban estos festejos a terminar en algarada. Sin ir más lejos, meses antes, en ese mismo 1866, fueron denunciados varios individuos por arrojar piedras a los toreros en la misma plaza de Segovia.

Una astracanada con elefante

¿Cómo resultó la corrida de Martina García y de Manuel Caro? No podemos revivir la crónica porque, por desgracia, no había periódico por entonces que pudiera relatar lo ocurrido. Si se sabe lo que aconteció dos años después con la lidiadora en la conocida como Plaza de los Mínimos de Salamanca. Toreó un 21 de septiembre de 1869, fiesta de san Mateo, como decía dos años menos un día después que en Segovia. La cuadrilla de tres mujeres picaron y banderillearon a dos morlacos embolados. No le acompañaron en esta ocasión Juliana y Gabriela, sino Javiera y Rosita. Martina, como era su costumbre, era la encargada de estoquear a las reses. La astracanada debió de ser mayúscula. A las mujeres le precedió “el conocido anglo-americano Mr. Eduardo Miller con el famoso elefante Pizarro”, que ocupó el ruedo con la intención de enfrentarse al cornúpeta. Era muy del gusto del público desde antiguo contemplar la pelea en el albero entre animales. Los más corrientes eran los perros, que también se utilizaban como castigo cuando los astados manseaban. En esta ocasión, solo sabemos que “salió al redondel un bravo toro que fue rechazado repetidas veces por el valiente Pizarro en la lucha que sostuvieron”, sin que se sepa las consecuencias que se derivaron para el uno y el otro.

El que así se expresa es ‘La Alianza del Pueblo’, diario republicano salmantino. La crónica sobre Martina no tiene desperdicio. “Al poco tiempo sonó el cornetín, y empuñando La Martina la muletilla y el estoque correspondiente se presentó delante del animalito, que dio con ella al traste, haciéndola volar dos o tres veces, de cuyas resultas quedó tan mal parada que hubo necesidad de llevarla a la enfermería, no pudiendo dar en tierra con el torete según estaba prometido”.

Y entonces se armó la zapatiesta. El público reclamaba a la presidencia que obligara a la torera a matar el toro. Pero Martina no podía ganada como estaba por las consecuencias de los revolcones. La autoridad ordenó que se aplicara la media luna, procedimiento cruel que más tarde sería abolido y mediante el cual al toro se le desjarretaba para con posterioridad darle la puntilla con mayor facilidad. Cosa que no gustó a quien la Fiesta otorga el nombre de respetable. “Con este motivo hubo aquello de arrojar a la arena cuanto halló a mano”. Las iras, no obstante se apaciguaron -si hemos de creer a quien firma el suelto- con la presencia, esparcidos por los tendidos, de Los Voluntarios de la Libertad, unos ciudadanos sin más poder que su autoridad moral. Que parece que desplegaron con eficacia. Nada se dice de la suerte del toro, aunque mucho nos tenemos que terminó el pobrecillo sin jarretes. La Martina, al fin, se recuperó y mató al otro toro embolado que paciente esperaba en los toriles la suerte de su colega en cartel y el devenir de la torera. La función terminó soltando la presidencia cuatro novillos de manera alternativa para esparcimiento de los aficionados, que debieron de concluir la tarde sin mayores incidencias tras solazarse con los astados.

Toros y soberanía popular

Analizado con perspectiva el recorrido de las fiestas que tienen a los toros como protagonistas se concluye –con prevención para no caer en juicios absolutos-, que las épocas en las que más afirmación existe de la soberanía popular en el siglo XIX coinciden con las de mayor desarrollo del espectáculo taurino en España. Aunque sea con chirigotas incluidas en el programa. Unos meses antes del festival con Martina García en Salamanca –de La Simpática Martina-, corriendo el mes de junio, se había aprobado la Constitución más liberal en lo que se llevaba de siglo desde aquella otra de 1812. “La Nación Española y en su nombre las Cortes Constituyentes” eran las depositarias absolutas de la soberanía. El poder del futuro rey se veía constreñido, por primera vez en la historia de nuestro país, ante el poder legislativo de las Cortes.

Los gustos del pueblo eran los que eran, aunque en los próximos años la Fiesta va a experimentar un notable cambio, incomparable con cualquier otro de su historia. Anotemos unos cuantos ejemplos: Paquiro ya había puesto las bases del toreo a pie y a caballo que intentaba alejar la lidia del simple juego, del alardeo, del correr los toros, de las mojigangas continuas, y con el tiempo se evidenciarán sus resultados; el público moderará su ímpetu como sujeto activo, trastocando su papel como actor por el el no menos valioso de decisor del desarrollo del festejo, quizá como no se conoce en ningún otro espectáculo de masas; se sucederán reglamentaciones minuciosas, extensas, no equiparables a ninguna otra, y, por último –last but not least- aquellos que en su día levantaron plazas para conseguir fondos que destinar a cometidos sociales abogarán más tarde por la desaparición de los festejos taurinos del mapa español, o intentarán limitar su alcance.
El siglo XIX, el siglo de la soberanía popular, de la definición del concepto Nación, de la búsqueda de las esencias que conforman el concepto de pueblo, conocerá en España cómo su desarrollo irá íntimamente ligado al de la fiesta de los toros como espectáculo con enorme tirón popular pero con desigual apoyo de las élites intelectuales. Entender la Fiesta será entender a España, convertida aquella en el termómetro de los vericuetos sociales y en consecuencia tanto de sus miserias como de sus grandezas.

Otros capítulos de la colección

  • 1899. Toreras en la plaza
  • Una tarde de Fiesta

ESPECIAL | La Martina en las ferias de septiembre de 1867

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