Para el desayuno, se puede escoger café, leche con cacao, galletas, tostadas, mermelada o fruta. La comida se compone de tres platos (primero, segundo y fruta), para mantener un equilibrio en la dieta. Después, se proporciona una bolsa de alimentación con un bocadillo y fruta. Hasta aquí, todo “normal”. Hay quienes pueden pensar que se trate de un “bufé” en el que los usuarios seleccionan lo que más les apetece en ese momento. Es este, precisamente, uno de los propósitos; darle la mayor “normalidad” posible al comedor social ‘Casa de la Tierra’ de Segovia, para que quienes se vean obligados a recurrir a él, se sientan como en casa. Pese a ello, no siempre se consigue. “He recurrido a esto por una situación extrema”, lamenta Carlos (nombre ficticio). Como él, son muchos los que solicitan estos recursos tras haber superado el que es el gran hándicap: la vergüenza.

Está ubicado en el barrio de San Millán. Es probable que no llame la atención de los viandantes. Excepto cuando el reloj está a punto de marcar las 8:15 o las 13:00 horas, lo que significa que se acerca la hora del desayuno y la comida. Frente a la puerta, empieza a formarse una pequeña cola de gente –las “famosas” colas del hambre. En su mayoría, son hombres solos, aunque ha habido temporadas en las que acudían familias enteras, entre las que había menores. A ellas les reservan el último turno (14:00 – 14:30) para darles un poco de intimidad.

Una vez pasas la puerta, te topas con un lugar acogedor y luminoso. En una mesa junto a la ventanilla en la que se recoge la comida, hay unos pocos objetos: un souvenir de Rusia, un azulejo con el Acueducto, figuritas y un adorno artesanal. En un amplio comedor, hay más de un centenar de mesas individuales, con distancia de 2,5 metros. Sobre ellas, hay botellas grandes de plástico llenas de agua, sin tapón y sin etiqueta. Los primeros comensales empiezan a llegar sobre las 12:45.

En una de esas mesas se sienta Carlos. Tiene 36 años. Vino de Extremadura en 2018. Hace dos semanas que acude al comedor, pero solo estará hasta el 25 de febrero, cuando espera haber encontrado trabajo. “Quiero buscarme la vida a toda costa”, asegura.

“Me da un poco de vergüenza estar aquí”, cuenta. Nunca antes había pasado por una situación así, de ahí que no le resultara sencillo dar el paso de pedir ayuda en el ayuntamiento de su localidad, La Lastrilla. La crisis económica desatada con la pandemia ha acentuado la inestabilidad de su trabajo como camarero y, con ello, su falta de recursos.
Vive en una pensión y no tiene la posibilidad de cocinar y comer “caliente”. Llevaba dos meses alimentándose a base de latas, bocadillos y huevos fritos hechos en el microondas. En cambio, sí se “apaña” para lavarse la ropa; lo hace en la bañera y tiende en un tendedero que hay en la habitación.

Él es una de las 13 personas que suelen pasar por el comedor cada día, aunque no es de esos usuarios “cronificados”, entra en la clasificación de “personas normalizadas”, aquellas capaces de mantener una actividad diaria “normal”.

El centro solo abre por el día y únicamente permite sacar alimentos que ya están procesados, como latas de judías o de albóndigas, sobre todo, para mantener la higiene y que no se intoxiquen.

Cuando está lista la comida, la cocinera los llama por su nombre. Se establece un contacto directo entre el personal y los usuarios. “Cosas que no se cuentan en un despacho, las cuentan aquí”, asegura la directora del comedor, Fuencisla Benito. “Mis compañeros no tienen una bola de cristal. Si tú no les dices, ellos no pueden actuar”. Es su frase favorita.

Atención básica

En los primeros meses de pandemia, la vida parecía haber desaparecido de toda vía pública. Pero no hicieron lo propio las dificultades que afrontan quienes padecen la falta de recursos económicos. Por ello, al considerarse ‘atención básica’, el comedor social ha permanecido abierto durante toda la crisis sanitaria, aunque solo atendían de forma presencial a determinados usuarios para su subsistencia mientras que, a quienes tenían la posibilidad de elaborar la comida en su casa, les daban bolsas de alimentos cada tres días.
Aún se emociona al recordar lo “difícil” que fueron esos meses. De ahí que, con lágrimas en los ojos, Benito asegure “no tener palabras” para agradecer a su equipo lo que hicieron; al principio no tenían mascarillas ni material de protección.

Los programas de inserción surten efecto, pero es un trabajo que conlleva “mucho seguimiento”. Salir de la situación en la que están, cuando han llegado a tocar fondo, es complicado y los tiempos se hacen más largos. Pero Benito hace hincapié en que “sí que se puede salir”.

El objetivo del comedor es que se mantengan activos, con una rutina, y sigan con el proyecto que realizan los agentes sociales: detrás de cada persona vulnerable hay un trabajo de profesionales que intentan darle “dignidad”. Solo así podrán entrar en el sistema. Mientras tanto, en el centro no les faltará un plato de comida. Ahí volverán a la “normalidad”.