Hace poco cayó en mis manos un librito sobre la lengua y literatura sefardíes, “A la lumbre del día”, un regalo de su autor, el bejarano Gonzalo Santonja, con el que seguir limando las asperezas de mi pensamiento científico. El pequeño formato de la publicación contrasta con el tamaño de lo que destapa, la cultura sefardí, guardada durante más de 500 años por los descendientes de aquellos judíos expulsados de la península ibérica en 1492. La lengua judeoespañola (ladino), en coplas y romances medievales, es una de las fuentes vivas de la que sigue bebiendo su cultura.
Estando el autor en Tel Aviv con Juan Carlos Vidal, director, entonces, del Instituto Cervantes de la ciudad israelita, en una tarde de chuzos de punta, lograron salvar la mojadura gracias al fino oído de un taxista, de origen polaco. ¿Conocen ladino? La mujer del taxista era una de esas descendientes que, al igual que sus padres y abuelos hicieron, impuso la lengua de sus antepasados en la intimidad de su casa. La familia de mi esposa procede de Cuéllar, creo que está en Castilla La Vieja, les explicó.
A los protagonistas de la historia les resultó curioso el lance, amén de ahorrarles el chaparrón, pero a mí, cuando lo leí se me movió el alma, como si de un paisano en apuros se tratara.
