Teresa González Vergara pasa 28 días ingresada en la UCI del Hospital Clínico de Valladolid esperando un corazón. Una agonía bañada con un luto suspendido por su hermano, que falleció en este arduo proceso por la misma Miocardiopatía Dilatada que la tiene postrada en la cama, rodeada de cables. Donante de órganos, su pensamiento transita por un dilema imposible. “¿Por qué tiene que morir alguien para que yo viva? Es que va a morir, le va a pasar algo. La mala suerte del donante va a ser mi buena suerte”. Así fue. La “vida de regalo” de esta vecina de Mata de Cuéllar late a sus 61 años gracias al corazón de alguien más joven que su hija.
Teresa y su marido, Manolo, vinieron de ver sofás una tarde de noviembre de 2018 cuando ella fue al servicio. Al lavarse las manos, vio que la derecha estaba dormida. “Me asusté mucho porque pensé que me estaba dando un derrame”. Fue al centro de salud de Íscar y no pudo pronunciar su nombre. La consecuencia fue una breve taquicardia, pero le dieron el alta. Se fue a casa sin diagnóstico y empezó una yincana entre consultas médicas hasta que empeoró: dificultades para respirar, insomnio y cansancio. Su médica derivó el caso, primero a Medina del Campo y después a Valladolid.
La primera consulta con Luis de la Fuente, cardiólogo del Clínico, fue reveladora. Allí entendió los tres pasos de su enfermedad. Primero, medicación; si no funciona, marcapasos. Y el último paso: trasplante. La medicación pretendía ayudar a bombear al corazón, pero tuvo el efecto contrario y lo agotó. Así que tocó atajar pasos. Llegó el 20 de marzo tan lastrada a la consulta que el diagnóstico fue demoledor. “Lamentablemente esto no ha funcionado. Te tengo que meter al trasplante”. Ese mismo día estaba ya ingresada.
Buscando el “milagro”
Como donante de órganos, el concepto no era ajeno para ella, pero entró en shock. Se quedó mirando a su marido con un gesto clarividente, como diciendo: “Hasta aquí hemos llegado”. Con las horas, lo voy de otra manera: “Bueno, me están dando una oportunidad”. Con todo, era muy escéptica: «¿Cómo va a ser el milagro ese de que a mí me den un corazón y sea factible”.
Como todo puede ir siempre a peor, su hermano, que vivía en Ávila, empeoró drásticamente en cuestión de días. Su caso no fue bien diagnosticado; en lugar de buscar en el ámbito cardiaco, los médicos lo trataron como una depresión. Una vez identificada la gravedad del caso de Teresa, informaron a los médicos de Ávila, pero fue demasiado tarde. El origen genético de su enfermedad sirvió para diagnosticar a su hermano, pero no llegó a tiempo de curarlo. Tramitaron su traslado a Valladolid para el lunes siguiente, pero murió el sábado.
Si hay una regla de oro para tratar a una mujer que espera un trasplante es esta: no dar disgustos. ¿Cómo transmitir esa noticia? “Mis hermanos no querían decírmelo, pero mi marido me conoce. Le costó mucho trabajo. Él muere a la 1 y a mí me lo dicen a las 5. Estaban los médicos pendientes para ver cómo me lo tomaba. Fue durísimo, todavía lo recuerdo. Decía que no, que me estaban mintiendo. No me hundí, pero fue un palo muy gordo. Yo pensé: si él se ha ido, yo me voy a ir con él, teníamos lo mismo”. Pueden imaginar el desafío dantesco para la familia a la hora de combinar un luto de este tipo con dar fuerzas a Teresa. “Ellos tenían que poner buena cara cuando venían a verme y lloraban al salir. Había muerto un hermano y la otra se estaba muriendo”.
Ella, que trabajaba en una fábrica avícola en la que clasificaba y envasaba huevos, tiene claro que no se habría salvado sin ese apoyo. “No puedes estar solo”. Lo dice alguien que estuvo casi un mes con plena consciencia en la UCI, rodeada de máquinas, sin poder moverse. “Y después de morirse tu hermano”, añade. Para evitar lo que le ocurrió a él –sufrió un infarto-, los médicos le pusieron la máquina Impella, que ayuda a bombear mediante una válvula. “Era cuestión de que el corazón aguantase. Era una cuenta atrás. Esa válvula podía dar muchos problemas, cada media hora estaban mirándolo”. La muerte de su hermano hizo que trataran su caso de forma más urgente. Teresa no pudo salvarle, pero él tuvo mucho que ver en que ella siga viva.
El desafío mental
En una situación así, las visitas de los psicólogos eran tan importantes como las de los cardiólogos. “Mentalmente estaba muy fuerte”. Hablaba con su madre, fallecida poco antes, y su hermano: “Les decía que me hicieran un hueco, que si no funcionaba me iba con ellos. Pero que iba a luchar. Eso me ayudó mucho, tienes que agarrarte a algo”. Solo podía mover las manos, así que leía, hacía autodefinidos y escuchaba la radio. La resistencia la sacó de su madre, que lidió con un cáncer de pulmón. “Ella fue muy fuerte y yo tenía que serlo”.
El positivismo de los médicos ayuda con frases como: “No te preocupes, que esta semana va a llegar”. Fue necesario porque hubo tres intentos. El equipo médico rechazó el primer corazón al albergar muchas dudas. Ella confió: “La decisión era de ellos”. El segundo debía venir desde Oviedo, pero no pudo trasladarse por condiciones meteorológicas y aquellos órganos se trasplantaron en Asturias. Ese sí fue un palo; un día entero entre lágrimas: “No va a haber tantas oportunidades”, se decía. El tercer corazón llegó a las tres de la mañana, con Teresa sedada para dormir. Un médico agarró su mano y le dijo: “Teresa, tenemos el corazón”. Ella replicó: “¿Pero es verdad?”. Lo era. “No se me olvidará la sonrisa con la que me contestó. Es que la estoy viendo”.
Las posibilidades de éxito eran del 30%, algo que entonces solo supieron su hija y su marido. Ella no dejó nada en el tintero. “Yo me despedí, le dije a mi hija todo lo que quería y fui muy burra. Yo estaba muy preparada para irme, sin angustias”. Pidió incineración, que le recordaran como una mujer fuerte. El mensaje para su hija: “Sé tú misma, sé buena persona”. Y para su marido, tras casi 40 años: “Que había llegado el momento, mi fecha de caducidad”. Así dijo adiós a su primera vida.
La primera escena de la segunda tiene a una enfermera como protagonista: “Te voy a poner muy guapa para que te vean tu marido y tu hija”. Separada por ellos por la cristalera de la UCI, levantó los pulgares de ambas manos. Teresa era una máquina de optimismo: “Lo que no quería era preocuparles”. Vivió una recuperación “espectacular”: a los tres días estaba en planta y se levantaba cuando no debía. Su hija estuvo con ella día y noche. “Ella ha sido mi ángel”. A los 15 días estaba en casa y superó con miedo el primer obstáculo, subir las escaleras del primer piso en el que vive. A la semana ya se bañaba sola. “Quieres hacerlo porque no te duele nada. El trasplante de corazón es muy agradecido, te recuperas muy pronto”.
Una vida sin freno
Los hitos consistían en hacer cada día los paseos un poco más largos. Tenía previsto un viaje a San Sebastián y lo cumplió. Fue operada el 30 de abril y a primeros de julio ya paseaba por La Concha. “Yo quiero ir a ver el mar, no sea que me pase alguna cosa. Fui y parecía una niña de 13 años”. Antes del viaje sufrió un rechazo fuerte por la medicación y estuvo dos días ingresada; afortunadamente, el corazón no sufrió daños. Sufrió un segundo rechazo a los cinco meses, más leve.
Pese a su positivismo, es consciente de que lleva un corazón de segunda mano, que su esperanza de vida es incierta. “No te dan garantías, te dicen que pueden ser siete años, 14… Conozco a una persona que estuvo 35”. Se apuntó a la Asociación de Trasplantados de Corazón de Castilla y León precisamente para conocer otros casos, para no ser una isla. “Lo piensas, por eso quieres vivir a tope. Pero con esta pandemia… Quería tirarme por paracaídas y eso sigo pensándolo”. Le dijeron que tenían que pasar tres años tras la intervención. Y ya está deseando volar. “Nada se me pone por delante”.
