En los escenarios que acogen grandes espectáculos suelen repetirse consignas grabadas a modo de filacteria o friso en su arquitectura. Es una forma de reconocerse quienes allí se concitan; un modo de hacer tribu, filiación grupal. El Liceo de Barcelona, más concretamente la Sala de los Espejos, conserva la decoración romántica original de 1847, y en la repisa frases —en castellano— relacionadas con las musas de la música y el teatro. Se decía, a mitad de camino entre la realidad y la leyenda, que en la plaza de toros de La Maestranza de Sevilla había un lema escrito en la entrada que servía como admonición a los visitantes: Prohibida la entrada a aquel que no sepa de geometría.
Es un ritual que se mantiene desde 1939
En el Musikverein de Viena, en su Sala Dorada, hay una frase que advierte que aquel es el sitio de los amigos de la música (Gesellschaft der Musikfreunde); aquellos que tuvieron la inteligencia de no desdeñar las composiciones populares, plenas de acordes repetitivos, de marchas, de argumentos sencillos. Pero agradable música al fin. Fueron incluso más allá: la elevaron a símbolo nacional. Es un ritual que se mantiene desde 1939 que en sintonía con los albores del año se escuchen fragmentos de opereta vienesa, marchas, polcas, valses, en esta catedral de la música. Lástima que en España nuestro género chico, la zarzuela, se diluya en el olvido como un terrón de azúcar en un vaso de agua caliente.
Daniel Barenboim lleva setenta años en los escenarios. Ayer se enfrentaba a su tercera dirección del Concierto de Año Nuevo en el Musikverein de Viena. Forma Barenboim parte de ese quinteto de maestros que se autituló mafia musical judía: Itzhah Perlman, Zubin Mehta, Pinchas Zukerman, Jacqueline du Pré —la extraordinaria cellista que fue su mujer— y él mismo. A Barenboim se le puede perdonar muchas cosas sobre el atril. Por ejemplo la aparente desgana en la dirección física de algunos números del repertorio. El director es un excelente músico. Sus interpretaciones al piano de Chopin están en la cima de la comprensión de la obra del compositor polaco. Desgana.
Pero también talento musical, que emergía a ratos, en algunas piezas. Como por ejemplo en la conducción de la Armonía de las esferas, de Josef Strauss, el hermano de Johann hijo; el hijo de Johann padre. Josef Strauss fue un compositor mediocre, sin comparación posible con su hermano Johann, pero en ocasiones daba en el clavo. Es el caso de Armonía de las esferas, composición que comienza de manera desacostumbrada, introduciendo una pizca de compresión lógica-matemática a lo que después se desarrolla como un vals.
Fue un inicio de buscado simbolismo, pero también frío
Quiso ayer reivindicar Barenboim a Josef Strauss. Armonía es su mejor obra. Tocó la Orquesta Filarmónica de Viena cuatro piezas de Josef, entre ellas la Marcha Fénix, al comienzo del concierto. Fue un inicio de buscado simbolismo, pero también frío. El maestro argentino, israelí, español y palestino —que tales son sus nacionalidades— cumplirá este próximo noviembre ochenta años. El día 31 terminó su concierto previo a este Neuejahrsconzert a las 22,15 horas. Y con el mismo repertorio. Mucha tralla.
El comienzo, digo, se pretendía simbólico. El ave fénix resurgiendo de sus cenizas. Como la humanidad tras la maldita pandemia. A la Marcha Fénix le siguió el vals Alas del Fénix, este de Johann hijo. Más carga simbólica. Después, un homenaje a la prensa, al Club de Prensa Concordia —más de ciento sesenta años a sus espaldas—, con Diario matutino, de Johann Strauss hijo, y Pequeña crónica, de Eduard Strauss, el tercer vástago de Johann padre; otro mediocre compositor Eduard elevado a la memoria por estos fastos rituales. Con esta polca rápida terminaba la primera parte del concierto; nada nuevo en la historia de esta celebración. Director elegante pero ausente a ratos. Público sin tono —unas mil personas de las mil setecientas del aforo: ¿esas son las restricciones austriacas?— y rápido paso del tiempo sin dejar poso.
La segunda parte comenzó con un plato fuerte. Bueno, maticemos la expresión. No se debe hablar de platos fuertes, musicalmente hablando, en esta colección de marchas, polcas y valses. U operetas. Pero siempre es agradable oír la obertura de El murciélago, archiconocida y popular opereta, obra de Johann Strauss hijo. En los oídos de las estípites que decoran la Sala Dorada todavía resuenan interpretaciones memorables como las de Herbert von Karajan —1987: disponible en la red— y de Carlos Kleibert. Es un clásico en el repertorio del Concierto desde que empezó su andadura. Personalmente —y permitan la digresión— me impactó hace años cuando Gavino, el protagonista de la película Padre padrone, niño recluido en el monte por su tiránico progenitor para que se olvidase de su ansía por aprender, retoma sus ganas al oírla en el sonido de dos acordeones. Ayer estuvo bien. Fluida. Correcta. Pero parecía que la orquesta evolucionaba con automatismos aprehendidos. Faltó chispa.
Incluso la Polca del champán, de Johann hijo, estuvo carente de burbujeante picor. Así transcurrió la segunda parte. Todo según las normas. Nada extraordinario.
En una celebración como esta, con música que da para pocos experimentos, la personalidad del director se evidencia en la elección del repertorio o con el particular fraseo y rubato que imponga a la orquesta: quiero decir, en la ralentización o aceleración del tempo que se le imprime a las notas o a un pasaje concreto. En esta ocasión, y cuesta decirlo, la personalidad apabullante de Daniel Barenboim acaso surgiera en la demora en cortar las primeras notas de En el bello Danubio Azul, de Johann Strauss hijo, para felicitar el Año Nuevo, y en el prolongado discurso deseando prosperidad en el 2022.
Nadie duda a estas alturas del talento musical del maestro. Solo que ayer salió a cuentagotas.
Ahora existe un trampolín nuevo y no hay nieve
Durante mucho tiempo el comienzo de año iba asociado a una triple celebración: la misa desde la espectacular basílica de San Pedro; el Concierto de Año Nuevo desde Viena y los saltos de esquí de Garmisch-Partenkirchen. Desde que Paquito ganó el oro en Sapporo, en 1972, era una tradición la retransmisión por TVE de los saltos. Era bonito ver la estampa nevada de la ciudad bávara y el trampolín antiguo, reliquia de las olimpiadas de 1936. Como el de Innsbruck. Televisión española ha dejado de emitirlo. Ahora existe un trampolín nuevo y no hay nieve. Todo ha cambiado. Nada es igual. Solo queda el recuerdo.

