Los años cuarenta fueron malos en toda Europa. En España por la posguerra; en el resto del continente por la guerra. En el Madrid de los cuarenta Julio hizo aquella mili casi eterna que les tocó a los del bando perdedor. Aquello sí que era frugalidad espartana. Y claro, echaba de menos las escapadas “comerciales” a los pueblos de Ávila en las que se había embarcado al finalizar la contienda con poco más de 18 años.
Su aprendizaje de pintor no le daba literalmente para comer. Menos aún para colaborar en la manutención de su familia: padre, madre y tres hermanos más. En cuanto podía, conseguía en los almacenes de pintura la sosa que necesitaban en los pueblos (para hacer jabón entre otras muchas cosas) y algún otro producto “industrial” para cambiarlo por legumbres (judías, garbanzos y lentejas), harinas de almorta (para las gachas que aún eran plato frecuente) y lo que cayera que se pudiera comer.
Montaba sus escapadas los únicos días que podía, los fines de semana de entonces: el sábado después de comer el domingo. Por eso tenían que limitarse a los alrededores. La policía también lo sabía y vigilaba las estaciones al regreso. A Julio le había hecho su madre una chaqueta y un abrigo con compartimentos “secretos” para dejar sus adquisiciones fuera de la vista primera de los vigilantes que era lo clave. Porque si te paraban, el registro y la incautación eran automáticos. Y gracias si no te caía una paliza y una noche en chirona.
Y tuvo suerte en sus correrías. Primero, porque no fueron muchas. Segundo, porque su aspecto de no profesional del mercado negro era patente. La policía buscaba a quienes se dedicaban a ello de manera sistemática. Los pardillos podían escaparse en aquella red pensada para peces más gordos.
Para nuestros vecinos franceses los años cuarenta fueron muy malos. Empezaron muy mal y demasiado rápido. El drama de la ocupación fue, en realidad, el de la desaparición del país: del que se dejaba un resto simbólico y sometido con capital en Vichy. Aquello fue temporal, pero eso se supo después. Durante años la cosa estuvo muy oscura. Aquella Francia ocupada tuvo problemas incluso para poder comer lo necesario. El último año la cosa se agravó. Como en España, la gente del campo conseguía ocultar algunos productos. Comerciaba luego con ellos bajo cuerda para conseguir lo que necesitaban y no les llegaban; o para completar la dieta escasa de sus familiares en ciudades grandes.
En junio del 44, una familia campesina recibió a un primo de Lyon: a 110 kilómetros. Para entonces ya no circulaban trenes: en bici. Venía a por comida. Compró carne, verduras y 2 kilos de mantequilla. No eran tan fáciles de guardar como las legumbres y la harina. Ya estaba al caer el verano. Pedaleó bajo el sol y la luna para evitar las patrullas alemanas que buscaban maquis como locos y policías de Vichy que querían controlar el mercado negro. Y una cosa es pasar un mal rato mientras se sale de una estación de tren y otra muy distinta andar con cuidado y temor a que te detengan a los largo de 110 kilómetros.
El paquete bien armado que ocultaba los productos prohibidos de la vista no se podía esconder en la bicicleta: y sobre todo, iba al sol. La mantequilla lo notó enseguida y comenzó a deshacerse… y a impregnar primero y a empapar después, el resto del codiciado botín de alimentos. Tal punto de disolución alcanzó la dichosa mantequilla que en alguna ciudad los paisanos se burlaron en voz alta de él ante el patente rastro de grasa que trazaba el modesto vehículo de tracción animal. En la Italia de Totó hubiera sido el argumento de una película cómica. En la Francia del hambre solo alcanzó la categoría de relato familiar en aquel entorno cercano.
Desde luego, se prolongó durante décadas en las reuniones de padres, hijos, sobrinos, tíos y primos. De todas formas, todos reconocían que aquella mezcla de carnes, verduras y mantequilla se comió entera, sin que sobrara nada. Incluso a los niños pequeños, años después, cuando por capricho se negaban a tomar algún alimento, se les recordaba que si hubieran vivido en el verano del 44 no hubieran rechazado aquello que tan bien les supo… aunque era lo que era.
El hambre es cosa de hombres, de varones vaya. No es que las mujeres vivan al margen de esta experiencia. No es que ellas no sientan ese pellizco en el estómago que nos lo recuerda de vez en cuando tras un ayuno prolongado (voluntario o involuntario). Los hombres pueden soportarlo mejor o peor que ellas; pero se sienten responsables de proveer la despensa en tiempos de crisis. Y los que no son expertos, los que solo tienen buena voluntad y poca experiencia, pasan miedo, y consiguen poco: o una escasa cantidad como Julio, o un revoltijo de buenas cosas casi estropeadas como Pierre. Se asume el casi éxito y casi fracaso con buen humor. Pero lo importante: dieron de comer a su familia.
(*) Catedrático de Universidad.
