Al llegar estas fechas suele suceder que alguien “con mando en plaza” ponga en cuestión la presencia en el ámbito público de lo que define en el mundo cristiano y por tanto en nuestra tradición la Navidad, que es el nacimiento de Dios, hecho hombre. Un Dios que se hace carne y sangre, lágrima y risa, herida y huella. Un Dios que se asoma a lo chiquito y, al entrar en ello, lo hace grande (sin dejar de ser pequeño). Un Dios que nos viene al encuentro, porque sabe que si no, estamos un poco perdidos, tanteando, como a ciegas. Un Dios que entra en nuestra vida como hombre, amigo, maestro, palabra. Esto es la Navidad, que permanecerá viva a pesar de todos los intentos por ocultarla en la esfera pública.
No se pueden poner puertas al campo. Lo que celebramos en la Navidad es el hecho de que Dios se encarna en lo humano. Humano es amar. Con pasión, con locura, con deseo. Y aprender a ir haciendo de ese amor una historia. Y aprender que el amor se ofrece primero, y lo das (aunque no te lo acepten), pero no exige nada a cambio. Humano es llorar, cuando se te tuercen los días o las dificultades son grandes; pero humano es también confiar en el encuentro con alguien que abrazará tus desvelos y te animará a seguir caminando. Es humano, alzar la vista y seguir adelante aunque todo te invite a la rendición. Humano es el latido de un corazón capaz de vibrar con otros. Un corazón como el de Jesús que empieza a latir en una noche fría y que atravesada por la Vida –Dios con nosotros- se hace “Noche Buena”. Este es el hecho.
Y el hecho es que Dios se encarna en lo pequeño. “Siendo Dios se despojó de su rango y se hizo uno de tantos… (Filipenses 2,6–7). Lo pequeño a los ojos de este mundo es, sin embargo, inmenso en Dios. Un establo, un pesebre, los pastores, el hogar de un carpintero en un país ocupado, una familia pobre. Lo pequeño es lo que pasa desapercibido, el gesto sencillo, el regalo anónimo, el cariño puesto en las historias cotidianas, el afán de superación, la atención a los marginados, compartir de lo nuestro con quienes carecen de lo necesario para vivir con dignidad y cubrir sus necesidades básicas, la visita inesperada a quien se siente solo, la broma que alegra una tarde muerta, el desvelo para acompañar a quien está un poco roto. Lo pequeño es enorme en Dios. Este es el hecho.
Hay quienes deciden prescindir en los espacios públicos de las figuras del nacimiento de Jesús. Se quedan solo con otros adornos navideños luminosos en aras, dicen, de una convivencia inclusiva. Dejen a las gentes que convivan en la diversidad, aceptando lo que para cada grupo de personas es importante en su vida y en la manifestación pública de sus creencias. Faciliten el encuentro en respeto y no “pongan palos en las ruedas”.
Tanto si nos deseamos unas Felices Fiestas, como si lo hacemos con una Feliz Navidad, lo importante es el deseo y que este sea sincero. Sin embargo, no olvidemos que lo esencial de los días que se avecinan, es que en la raíz de todo está la imagen de un Dios que entra en nuestra vida, haciéndose niño, es decir, un ser frágil e inacabado que todavía no sabe decir ni hacer nada aparentemente valioso.
Este hecho central de la fe cristiana ha convertido a la Navidad en símbolo y llamada a despertar en nosotros al “niño” que somos y al que apenas dejamos nacer. La Navidad nos invita a despertar lo que queda en nosotros de ese “niño” que fuimos, capaces de admirar, acoger y amar de manera espontánea y con gozo el regalo de la vida. Dios con nosotros. ¡QUE VIVA LA NAVIDAD!. ¡FELIZ NAVIDAD PARA TODAS LAS PERSONAS!
