Segovia en el siglo XX fue asiento de personajes, generalmente de baja estofa, autóctonos y foráneos que animaron algo el cotarro provinciano de nuestra ciudad. Hubo muchos pero hoy nos vamos a fijar en uno conocido por ‘El Madriles’. Este hombre cuyo nombre era Emilio de la Torre, nació por la década de los años 20 del siglo pasado en los suburbios de Madrid, de ahí su apodo de ‘El Madriles’. Bajo de estatura y muy mal trajeado tenía un gracejo especial que le hacía ser simpático. Nació para no dar golpe así que llevaba la impronta de vago profesional. Recaló en Segovia creo que terminada la Guerra Civil. En su juventud cometió alguna fechoría que le condujo a la trena por poco tiempo. Como se movía por los bajos fondos le debieron de extraditar estando ya casado y vino a dar con sus huesos a Segovia, que por ser nuestra ciudad tierra de hospitalidad, le acogió instalándose en el barrio de San Millán donde vivió toda su vida.
Como realmente no tenía ni oficio ni beneficio pero más cara que espalda, se acogía a cualquier actividad con tal de ganar un dinerillo. Lo mismo le encontrabas en la fiestas de un recóndito pueblo de la provincia con un puesto, vendiendo avellanas y haciendo su célebre rifa, -que tocaba a quien él quería (lo digo por experiencia),- que en cualquier verbena de un barrio segoviano aplicándose a la misma actividad. Así empezaba la temporada a ‘trabajar’ en la fiestas de San Marcos (25 de abril), continuaba por la Cruz de Mayo en el barrio del Cristo del Mercado, etc.
Naturalmente su tiempo de ocio, que era la mayor parte del año, se dedicaba a la venta subrepticia de objetos de lo más peregrino, desde preservativos a los célebres cotillones de navidad y hasta lo más raro que le pidieras. ‘El Madriles’ hacía viajes periódicamente a Madrid y se dirigía a un bazar que tenía de todo y allí adquiría lo que fuera. Por otra parte se le requería para cualquier evento en la seguridad de que él resolvería el problema. Así en las fiestas de los barrios, para las revoladas y verbenas, se le llamaba para que tocara el organillo, él se encargaba de buscarle, tocarle e incluso vestirse de chulapo madrileño. Y no lo hacía mal. En fin que lo mismo servía para un roto que para un descosido. Los últimos años de su vida puso un puesto de helados en la Plaza Oriental, pero le atendía su familia (tenía hijo e hija).
En cierta ocasión cuando yo casi ni le conocía por el año 50, una tarde entró con un acompañante en el antiguo Bar Peñalara (c/Cervantes, 24). Yo que estaba allí con un par de amigos entablamos conversación con él y nos contó el siguiente chusco episodio que le sucedió en Madrid:
Se encuentra con un antiguo amigo de cuando había estado en ‘la Universidad’ (la cárcel). Se abrazan efusivamente y ambos se dicen mutuamente que la vida les va de perlas. En consecuencia se invitan recíprocamente a cenar. Entran en un restaurante, se sientan, cogen la carta y hacen que leen, ya que ninguno de los dos sabía leer. ‘El Madriles’ pide un plato y el amigo lo mismo. Así con todo por lo que nuestro protagonista ya tenía la mosca en la oreja. Yo voy a pedir un chuletón de ternera -dice ‘El Madriles’. Yo también -responde el amigo presidiario. En fin que el amigo se repetía más que la morcilla.
Terminada la cena les pasan la nota porque ya cerraban el establecimiento y vuelta a discutir: ¡Pago yo! A lo que contestaba en contrario; ¡No, que pago yo! Tal era la discusión que se acerca el camarero y les conmina: Bueno, dejen de discutir y paguen de una vez. Entonces el amigo se sincera y dice: Anda Emilio paga tú que yo no tengo un céntimo. Pues lo mismo me pasa a mí que estoy más pelao que Carracuca -responde ‘El Madriles’. Total que no pudieron pagar ninguno de los dos. El dueño del local les cogió, les metió en la cocina y les tuvo media noche fregando cacharros y la cocina para cobrase el importe de la cena opípara que se habían endiñado esta pareja de golfos.
Esto contado por mí tiene poca gracia pero contado por ‘El Madriles’ nos desternillábamos de risa todos los clientes del bar.
Paseando yo con unos amigos con los que él tenía amistad por delante de su puesto en San Marcos, nos obligó a comprarle una tira de cupones que eran cartas de la baraja y naturalmente nos tocó. Hacía malabarismos.
Todos los años por las fiestas de San Marcos se ponía en la esquina del bar-restaurante del arco que allí existe del mismo nombre, al comienzo de la cuesta de Zamarramala, hasta que un año por los ochenta no puso el puesto, había muerto. El barrio tuvo la gentileza de colocar una placa cerámica empotrada en la pared donde él siempre establecía su industria, dedicada a Emilio ‘El Madriles’, y allí sigue perenne para recuerdo de generaciones futuras que no le conocieron, salvo que la hayan arrancado. El barrio de San Marcos también instituyó el premio Avellanas de San Marcos ‘El Madriles’ que en 2009 recayó a la Concejala de Cultura del Ayuntamiento.
¡Hay que ver lo que pudo trabajar en su vida este hombre para no dar un palo al agua!
