Siempre que hablamos de deporte nos referimos a una actividad que permite desarrollar una serie de valores y actitudes positivos en las personas que lo practican. Así, es fácil escuchar que se desarrolla la cultura del esfuerzo y la superación, se endurece el carácter gracias a la perseverancia y la resiliencia ante las adversidades, se trata con respeto tanto a la propia persona como a los semejantes, se es solidario cuando alguien necesita ayuda, se estrechan los lazos de amistad, se valora tanto el éxito individual como el colectivo o se integra a cualquier persona sin discriminarla por razones de género, etnia, religión o economía.
Son estos los principios que suelen regir la actividad deportiva y, por tanto, deberían extenderse a la sociedad. Por tanto, su potencial socializador es muy alto. Aunque, dependiendo de los contextos en los que se realice, su aplicación puede conllevar tanto consecuencias positivas como negativas para los ciudadanos.
Esto viene al caso por los diferentes eventos deportivos que se convocan en países que presentan formas de gobierno cuestionables y en los que algunos derechos se ven vulnerados. El ejemplo de los estados árabes, Catar, Baréin o Arabia Saudí, o China ponen en entredicho a las federaciones, los comités olímpicos nacionales o a los propios deportistas que deciden programar eventos allí o van a competir por las suculentas recompensas económicas que se ofertan.
Deporte y derechos humanos van de la mano. Si los entornos en los que se realiza esta actividad no se respetan se deberían tomar cartas en el asunto y rechazar cualquier oferta que provenga de estos países donde se segrega a la mujer, se explota a los trabajadores o se encarcela a los opositores políticos.
