Las doctrinas políticas totalitarias clásicas tenían claro que todo era política o debía serlo. No debía quedar nada de la vida al margen del control del estado que, paradójicamente, era el único que podía hacer política. Aquel aparente galimatías se resolvía en la vida práctica de modo muy simple: el estado podía hacer todo lo que quisiera; el partido único era el alma del estado; el partido decidía el gobierno; el gobierno administraba el estado; el jefe de gobierno que resultaba ser el jefe del partido dirigía el gobierno; luego el jefe del gobierno y del partido podía hacer –y hacía- lo que le viniera en gana.
Los sistemas liberal-democráticos introdujeron un par de variables importantes: primero, se establecieron límites al poder del jefe de gobierno mediante la declaración de derechos de los ciudadanos. Eso significa que todo un conjunto de asuntos quedaron reservados a la soberanía personal de cada uno. Se definieron cotos a la intromisión del jefe de gobierno, del gobierno, del parlamento, del partido y del estado. Dicho de otro modo: no todo era política. Había también vida posible fuera de ella.
El segundo límite fue la temporalidad de los mandatos. No habría gobernantes vitalicios y quienes realmente lo fueran, propiamente no serían autoridades: por ejemplo, los reyes. La importancia práctica de este recorte se traduce con frecuencia en el empeño de los déspotas por permitir primero la reelección indefinida y luego por evitar tan costoso trámite. Aunque ocurre en todas las latitudes (y más a lo largo de la historia) América es el continente en que se viene repitiendo con más frecuencia este proceso. Quizá animados por Roossevelt, que fue el primero en estrenarlo nada menos que en los democráticos Estados Unidos.
Desde luego el primer peligro que acecha a los políticos es la deformación de su conciencia, el pensar que la realidad y sus previsiones son la misma cosa y que la solución de esos problemas (reales o no) solo se logrará con sus planes. Quienes opinen otra cosa fuera de su partido serán la lamentable expresión de un fracaso anterior (la oposición) o unos ambiciosos oportunistas a quienes habrán que suprimir de las cercanías del poder si son de su partido.
El segundo peligro que se presenta a los jefes de gobierno es reducir progresivamente la libertad de los demás. En parte es una consecuencia de lo anterior: si el único que entiende la realidad es el jefe y quien mejor puede solucionar los problemas es él y él tiene un poder desmesuradamente mayor que el paisanaje… La consecuencia es que el jefe de gobierno, el jefe del partido, el jefe de la administración del estado, está llevando la política más allá de los cauces establecidos. Porque si rompes la barrera de los derechos de la gente, sencillamente estás metiendo el estado en sus casas, y al colocar la política en los hogares, todo vuelve a ser política.
Cada vez somos más políticos, más públicos y menos nosotros mismos, menos normales
Lo peor de todo esto es que la vida civil, la actividad humana que nada tienen que ver con la política y que constituye la “mayorísima” parte de nuestra actividad normal, acaba convirtiéndose en política; que es lo mismo que decir que desaparece progresivamente el ámbito de la vida privada, de la vida normal, de la vida en que somos más propiamente nosotros mismos. En fin, cada vez somos más políticos, más públicos y menos nosotros mismos, menos normales.
Y luego se quejan de que los jueces intervengan en “política”. En realidad, muchas veces, estos se limitan a decir que un asunto simplemente es privado, diga lo que diga el real decreto de turno y que el particular puede hacer él (y no el presidente de gobierno) lo que le venga en gana en su propia casa.
El asunto de fondo es si la mitad más uno de los habitantes de un país pueden decidir la vida de la otra mitad menos dos, que no podrían estar tranquilos ni en su propia casa. Una vuelta a la novela de 1984 (Orwell) en la que los hijos denuncian a los padres por lo que sueñan. En fin, mal andaríamos si no hubiera, al menos, libertad para soñar y para decidir que sean nuestros deseos más intensos los que conformen el argumento de nuestros sueños.
Por otra parte, la independencia del hogar es una tradición desde los tiempos del absolutismo monárquico, cuando los autores teatrales no temblaban al escribir, y lo actores gritarlo desde los escenarios, que cada español era un rey en su casa. Quizá, ahora que los reyes importan tan poco, esa reivindicación ya no lo sea tanto y habría que cambiar monarca por presidente del gobierno.
Este problema va más allá de la temporalidad de los cargos y del partido que gobierne si quien es oposición pasa a ser gobierno en el periodo siguiente y mantiene el mismo nivel de intromisión en el que quien manda puede hacer, y hace, lo que quiere sin límites prácticos.
Si el asunto es tan así, y así lo siento, habrá que plantear de modo distinto la vida política en este país. Si quienes nos gobiernan tienen en la cabeza un diseño para reformarnos porque no les gusta cómo somos, ni qué soñamos, lo que tiene que hacer es marcharse de aquí. Si no buscan el bien común, que mira tú que es elemental el principio, habrá que ir al fondo de este asunto y quitarnos de encima a este grupo de inútiles (gobierno y oposiciones) para lograr que nos dejen, simplemente, vivir, porque nos lo están poniendo difícil y empieza a ser una necesidad de supervivencia.
