En los días de difuntos la tradición nos guía a los lugares donde reposan los deudos; los vivos regalan a los muertos flores de melancolía. En San Rafael, los pasos suelen dirigirse hacia el cementerio de El Espinar y, en mi caso, al monte donde las cenizas de mi gente se fundieron con su tierra.
Finalizando el siglo XVIII, San Rafael también tuvo su cementerio junto a la primitiva iglesia, en el cruce de caminos de Segovia y La Coruña, colindante a la denominada “casa del cura”, después llamada “casa de la parra” que fuera residencia de la familia de Juan Polo. En su parte trasera, contiguo con la primitiva iglesia, existió un pequeño camposanto de unos 1.600 metros donde se dio tierra sagrada a los primeros colonos de San Rafael. La cabida total, incluyendo la iglesia, el cementerio y la casa del curato, era de 28.902 pies, algo menos de 2.700 metros. Las noticias nos llegan por añejos legajos de bienes eclesiásticos desamortizados por Mendizábal allá en 1836. Hoy el solar del antiguo cementerio y su iglesia lo ocupa la propiedad de la familia García Rodrigo; sin rastro de aquel funesto pasado del que los hermanos Félix y Paco “Polo” recordaban haber visto desenterrar huesos.
Camposanto para la religión, necrópolis para la sociedad, osario para la arqueología o cementerio para la poesía, da igual. Lo que es seguro es que ahí estuvieron las tumbas de los primeros moradores de la fonda, aunque el tiempo haya borrado sus nombres y hoy nadie les lleve flores.
