Percibo un ambiente entre mis conocidos, en la prensa, en las conversaciones que se escuchan en el metro y en el autobús (cada día más de teléfono, y a gritos, que de hablar con el vecino de asiento o de posición) que denotan un hartazgo creciente sobre la política, los políticos y la gestión pública. Mi impresión, sin embargo, en esta posición de observación no participante, es que junto a ese sentimiento de aburrimiento crece otro en paralelo y con mayor intensidad: el personal se enfada cada vez más con los políticos, la política y la gestión de lo público.
Como los de mi edad ya no estamos para revoluciones, ni para guerras, este asunto nos preocupa, porque ese tipo de líos empezaron siempre con lo que luego los historiadores luego meten en los capítulos de antecedentes de los estallidos bajo títulos parecidos a ‘Periodos de crispación crecientes’. Desde luego no todos los procesos de ‘calentamiento’ de la mayoría de la gente acaban en levantamientos sociales o políticos. Eso es verdad. Pero también lo es que ninguna ruptura a lo bestia carece de sus antecedentes ‘tensionantes’. Vamos: que no digo yo que estemos a las puertas de ‘la Gorda’, pero sí que vamos por mal camino.
Los profesores, ya se sabe, somos el grupo profesional más iluso del conjunto social en cualquier latitud del planeta Tierra. En general, pensamos que la educación puede solucionar prácticamente todo y que si lográsemos adecuarla a cada cultura, a cada país, a cada circunstancia, a cada caso personal, no sería necesario el código penal. En el peor de los casos estaríamos ante patologías psicológica no sociales. Así de teóricos fueron los comunistas chinos de la época de Mao y sus vecinos de Camboya: montaron un sistema educativo para gentes que no se ‘educaban suficientemente bien’ en la estructura pensada para personas normales (es decir que pensaran como ellos y quisieran lo que ellos, lo que ellos querían que pensaran). Estos pobres psicópatas o inadaptados tuvieron así la gran oportunidad de curarse… o morir. La Unión Soviética en plena coherencia hacía lo mismo con los intelectuales de resistencia recalcitrante: los declaraba locos y los ingresaban en sus magníficas instalaciones de salud mental.
El sistema educativo basado en los valores de la corrección política constituye hoy un amplísimo centro educativo que pagamos todos (partidarios o no de la dichosa corrección) y del que te expulsan en cuento protestas al profesor. Se parece mucho a la revolución que se montó el propio Mao para limpiar su partido de gente que se hubiera preparado para pensar. De hecho, un grupo de adolescentes indocumentados (eso sí: a nivel chino, de centenares de millares) se quitó de en medio a profesores primero; pero enseguida a dirigentes del partido, funcionarios o militares o científicos que pensaran por su cuenta (y sobre todo, riesgo).
Ahora los estudiantes señalan a los profesores que no se ajustan en sus decires (y probablemente en sus pensares) a fórmulas que sobre todo eviten atentar contra su sensibilidad. Así, los estudiantes pijos y millonarios (forrados quiero decir) de color negro, latinos, orientales, musulmanes o judíos… de las universidades más prestigiosas (más brutalmente caras) de Estados Unidos corren a pelo por el boscaje a profesores que explican a Quevedo (y sus burlas a los judíos, en realidad a sus descendientes conversos); sostienen que un blanco puede hacer el papel de Otelo, como uno de color hace habitualmente el de cualquier personaje blanco en cualquier teatro de Londres; explica los cuentos que se han contado hasta ahora a los niños…
Lo siguiente será que los padres de los niños (o las niñas) que no quieran vestirse de niñas (o de niños, aunque esto aún no es un empeño colectivo porque ya lo hacían algunas actrices del Hollywood peor) serán condenados a las penas que el código penal establezca contra el crimen nefando de no haber inculcado con el suficiente entusiasmo y eficacia a sus vástagos la supina estupidez de que el género se escoge (y se cambia si uno o una tiene dudas y se convierte en un provisional o permanente une) porque no existe sexo; por mucho que médicos, biólogos y otra gente que no sabe demasiado de necesidades sociales se empeñe en repetirlo.
Las presiones necesitan escapes y las presiones sociales más aún. Por eso hay que hablar
Las presiones necesitan escapes y las presiones sociales más aún. Por eso hay que hablar. Hemos de acostumbrarnos asumir esa responsabilidad mínima que nos toca por vivir en la ciudad. Desde luego hay que votar no como un fanático de un equipo de fútbol. No basta que nuestra afición a unos colores sirvan para hacer millonarios a unos pocos dirigentes y a otros pocos jugadores. Por o menos en política no debe serlo: hay que votar a quienes uno piense que lo harán mejor, con más honradez, con menos engaños… o en el peor de los casos al menos malo.
Después está la vida normal. Ahí también tenemos responsabilidades aunque no seamos políticos profesionales. Desde luego ni callarnos, ni tolerar que nos callen medios de comunicación pagados con nuestros impuestos.
Vuelvo al principio. Hay que superar primero la desgana ante la estupidez. Y es necesario decir lo que uno piensa, también en el metro y en el autobús. Hay que decir a los idiotas, por muy jóvenes que sean, que pueden enseñarnos mucho a los mayores: pero a tener hijos no: a no ser que ellos sean el error de algunos de nuestros compañeros de generación.
