Hoy acaba septiembre con esa luz melosa tan especial que es ya de octubre. El campo vuelve a estar verde por la lluvia, pero añade las tonalidades doradas y ocres del otoño. El viento entre las hojas suena distinto, porque las hojas de cada árbol tienen distinta textura y densidad, dependiendo de cómo pierdan su clorofila hasta que se dejen caer… Hasta cada hoja traza una danza única en su caída. También los olores, como los sonidos, son diferentes y apetece descubrirlos, como apetece descubrir níscalos, boletus u otras muchas setas y hongos. Y quizás ese descubrir y dejarse llevar por el territorio sea, además de un placer, una manera de llegar a ‘ser de aquí’, que es muy diferente de ‘vivir aquí’.
Cada día se reivindica más el territorio en los productos locales, pongamos como ejemplo la miel. La miel es diferente en función de la flora de la que las abejas han extraído el polen, de manera que cada vez que degustamos una miel artesanal, estamos degustando un paisaje, una tierra concreta. Lo mismo ocurre al recorrer el campo que nos circunda, de alguna manera lo comemos y metabolizamos con los ojos, con los oídos, con el olfato y el tacto e, incluso, con el gusto. Y ese encuentro con el territorio nos hace un poco diferentes a los que habitan en otros territorios, de alguna manera nos modela y es lo que nos ‘hace de aquí’. Eso y el conocer el territorio, el amarlo y el protegerlo.
¿No es una idea preciosa? Ser de aquí sería saber lo que es aquí —con todos los nombres que hacen falta para adueñarse de una realidad— y saberse de aquí es aceptar las consecuencias que supone vivir en poblaciones donde no existe el anonimato y donde no todo está al alcance de la mano. Pero lo que está al alcance del pie es el campo, el bosque, la vida, la gente a la que se conoce y saluda. Y visto así, se entiende porque se eligió ser de aquí y por qué se traspasa el vivir y se llega al ser.
