Ahora que, al parecer, toca quitárselas o, mejor, ir quitándoselas, es, seguramente, el momento de dedicar a las mascarillas -ese sufrido objeto textil que, extendido de oreja a oreja y desde la nariz hasta la barbilla, tanto ha protegido nuestras vidas- un pequeño homenaje o, al menos, una reflexión cortés. Es verdad que las odiamos porque nos molestan en la cara, nos dan calor, hacían que se nos empañaran las gafas en invierno y, además, porque han sido un gasto inesperado. Pero no todo ha sido malo y no me refiero sólo a su función profiláctica. Incluso hay muchos que las han usado con agrado y que les duele un poco dejarlas. Seguramente, ustedes, como yo, hayan oído comentarios de este tipo, dichos medio en broma, medio en serio. Hace poco me pasaron un ingenioso vídeo en el que una supuesta asociación de feos se quejaba de que fuera a terminarse esta época de la mascarilla que a ellos tanto les estaba beneficiando y que había hecho que las relaciones personales fueran más auténticas. Con frecuencia, los chistes dan salida a lo que, por un motivo u otro, mantenemos en penumbra.
Qué duda cabe de que, más allá de las risas, hay en todo esto un asunto de cierta hondura. La mascarilla oculta referencias fundamentales para nuestras relaciones. La cara de los demás nos provoca una inmediata reacción cargada de apreciaciones estéticas y de juicios sobre sus inclinaciones e intenciones. Y, simétricamente, los demás valoran e interpretan lo que les ofrece la nuestra. Si la mascarilla sólo deja que se nos vean la frente y los ojos, nos priva de saber, tanto a nosotros como a quienes nos miran, cómo son los labios, la nariz o el óvalo de la cara. Y las partes ocultadas no lo son sólo en su aspecto estático, sino también en su forma de moverse: al hablar, sonreír o entristecernos y en los variados gestos con los que acompañamos la expresión de los afectos participan todos los componentes de la cara. Me dice un grupo de mujeres que reciben en la sede de su empresa a un hombre que les parece muy atractivo, pero cuando se quita la mascarilla se les hace algo repelente, no sólo por la forma de su nariz, sino también por la mueca que tuerce sus labios. Una profesora y un profesor amigos me confiesan que temen que sus alumnos, que les han conocido ya con mascarillas, se sientan decepcionados cuando descubran que no son tan jóvenes como han podido creer o que su boca se curva un tanto por la tristeza o cierta melancolía. Y otro aún me cuenta que siempre se ha tenido por feo y, como en el vídeo chistoso al que me he referido, que la mascarilla ha sido para él una bendición.
El juego de las mascarillas puede ser una oportunidad para hacernos más conscientes de la pereza que nos da indagar sobre lo que hay tras el escaparate de nuestros cuerpos
Pone todo esto de manifiesto que lo que consideramos que vale nuestro rostro es un ingrediente de nuestra personalidad. Al ocultarlo, la mascarilla altera ese valor. Lo aumenta para quien se tiene por feo o considera que tiene algún rasgo desfavorecedor. Lo disminuye para quien siente que su belleza hace que se le abran todas las puertas. O, al menos, eso creemos, aunque ninguno de nosotros sabe con exactitud hasta qué punto coincide su propia valoración con la que efectúan los demás. Por otro lado, la distorsión producida por la mascarilla hace que los ojos centren nuestra atención. Los ojos y la mirada, ya de por sí capitales en la apreciación del rostro, se convierten en actores de monólogo: sólo nos hablan ellos. Y ese monólogo puede configurar una relación que de otro modo no se hubiera producido o reconfigurar aquella que ya se tenía. Los ojos que se mueven por encima del velo que condena al olvido al resto de la cara ganan en intensidad y de ellos pasan a depender, en gran medida, nuestras apreciaciones estéticas y emocionales, que, de otro modo, se hubieran proyectado sobre un conjunto de rasgos de mayor complejidad.
En un mundo en el que crece la demanda de tratamientos de belleza, la irrupción de la mascarilla tiene que habernos revuelto un poco a todos. ¿Quiere esto decir que somos mera superficialidad? Sin duda, no. Pero también es cierto que nos dejamos llevar por las apariencias más de lo que debiéramos. El juego de las mascarillas puede ser una oportunidad para hacernos más conscientes de la pereza que nos da indagar sobre lo que hay tras el escaparate de nuestros cuerpos.
