En ocasiones, una expresión, un calificativo, un título, da mayor juego del esperado en su momento y entra a formar parte del subconsciente colectivo, generalizándose su uso. Probablemente, el mejor poema sobre el Acueducto no sea el que escribiera Luis Martín García-Marcos, y dedicado a Joaquín Pérez Villanueva, pero su Ceniza en vilo hoy participa del corolario imperecedero del monumento por antonomasia de la ciudad. Algo semejante puede decirse de la consideración de Segovia como navío de piedra, feliz expresión del protagonista de estas líneas, Luis Felipe de Peñalosa (1912-1990), que nadie en su sano juicio puede dudar como imagen fiel y metafórica de Segovia.
Peñalosa fue un fino polímata. Es imposible mirar hoy día al espejo de la ciudad y de la provincia sin apreciar en ellos los ojos vigilantes del Marqués de Lozoya –su tío- y de Luis Felipe de Peñalosa, que formaron una dupla irreductible en la defensa del patrimonio segoviano. No es este el lugar para su reivindicación, pero recuerdo su dimisión como responsable patrimonial cuando se trocó el ábside de San Martín de Fuentidueña, el 12 de julio de 1957, por una parte de las pinturas de San Baudelio de Berlanga. Otra vez Segovia como moneda de cambio.
Luis Felipe de Peñalosa fue también poeta. Como tantos otros de la cuadrilla de entonces. Y joven poeta, lo que responde también al perfil de esos chicos que merodearon la casa de los Fromkes y a quien la acogedora Eva calificó de children´s. Publicó un único libro en este género, aunque escribiera otros pocos. Se titulaba Poemas para cuando sea domingo (1935); tenía solo veintitrés años. Lo dedica a sus tíos Juan y Constanza, marqueses de Lozoya.
Se notan las referencias del autor; se notan sus lecturas; se nota la poesía vigente en ese momento en España
Se notan las referencias del autor; se notan sus lecturas; se nota la poesía vigente en ese momento en España, con amplio deje popular aunque plena de imágenes y metáforas a modo de aggionarmento y también de enriquecimiento literario. Es el poso de la cultura, de la instrucción. Aunque los aires ya hubieran sonado en los oídos con anterior música. Por ejemplo, de Lorca: “Cuando la luna tras la sierra/ desenvainaba su navaja”. Otras veces es Machado quien observa: “Este caminar siempre/ sin prisas ni entusiasmos”. O Alberti: “A la orillita del mar/ ante el corazón humano,/ que el viento lo va a robar”. O, en fin, esas manos lánguidas de la gran Ernestina de Champourcín.
Hijo del romance –el libro está precedido de un poema de Dionisio Ridruejo, otro children, también romanceado- estos XXVI poemas que componen la obra rezuman una delicadeza infinita y se alejan de las pretensiones y rimbombancias que enturbian los versos de algunos contemporáneos de Peñalosa. Tan normal es en un joven de 23 años la carga de referencias como raro y escaso ese cara a cara con la terneza que no empalaga sino que une belleza formal y contenido moral. “Que solo esté junto a mí/ -áncora en la inmensidad-/ aquella cuya presencia/ no turba mi soledad”.
De la impresión del libro cuidó Dionisio Ridruejo, y en su portada aparece un dibujo de Francisco de Cáceres.
