Hasta la fecha, según las conversaciones de los veraneantes y turistas del norte, parece confirmarse que este verano ha sido malo para las playas: demasiados días nublados, bastantes con lluvia (aunque se da por descontado que todos los veranos traen agua del cielo por estas latitudes), algunos hasta con destemple de temperaturas… Eso es tan seguro como que cada año se dice lo mismo. Es decir, hay continuidad en el juicio y eso confiere certeza a esa afirmación, que como todo el mundo sabe no puede ser cierta precisamente por eso.
En las playas siempre ocurre así durante los veranos que se suceden inexorablemente. Solo cambia la edad de quienes emiten los juicios. En realidad, las playas del norte conforman una especia de burbuja ajena a su entorno y sobre todo extrañas al resto del planeta de la vida normal de quienes acuden a ellas en la temporada estival. Por decirlo de modo radical: estas costas para el recreo se transforman durante los veranos y para quienes llegan a ellas para descansar en una especie de Antártida. Si me apuras, de planeta Marte. Lugares a los que no acude nadie en situación normal. Ni con vestimenta normal, ni con ánimo normal, ni con el plan de mantener un estilo de vida normal, ni con lógica normal. Estas burbujas de vida por tiempo limitado son casi un corte de mangas a la normalidad.
Y esa estación veraniega, como las estaciones en la Antártida, o en el planeta Marte que nos presentan las películas, tiene reglas de vida propia. En realidad, casi son de supervivencia al empezar. Empezamos por querer olvidar todo lo que dejamos en nuestro universo particular de normalidad. El viajero que acude a la estación sabe que todo va a ser distinto y le ilusiona esa diferencia tan radical en sus modos habituales de vivir. Se requiere hasta un traje nuevo y especial. Parece que antes la gente se llevaba a su burbuja veraniega la ropa vieja para acabar con ella. Ahora las cosas han cambiado: equipo para estrenar para una experiencia nueva también en esto. No vaya a ser que el resto de los marcianos descubran que nos equivocado de verano, o que vamos con uno de retraso. Pero la ropa no es lo único nuevo. Lo realmente novedoso, para muchos, es que hasta lo más normal del mundo (incluido y sobre todo ir al cuarto de baño) se transforma en una aventura llena de sorpresas que rompe con cualquier ritmo anterior. La única ventaja de este cambio es que no requiere preparación: lo ofrece de modo gratuito la estación polar o espacial escogida.
Como en Marte o en la Antártida las diferencias nacionales se esfuman. Las amistades que allí se cuecen pueden tener un cariz internacional sin demasiados problemas. En el más modesto de los casos, no falta el matiz interregional, aunque ahora haya que llamarlo interautonómico. No importa de donde vengas. En realidad, en las estaciones polares o planetarias, no hay habitantes propios. No existe la nacionalidad antártica y de los marcianos, por ahora, ni tenemos noticia; aunque no faltarán quienes concedan esa nacionalidad a un par de ácidos despistados que reaccionen sin oxígeno. Pero tampoco hay extranjeros. Lo importante es que has conseguido llegar allí. Y si estás allí porque quieres, ya eres de allí, como los madrileños que han nacido en cualquier sitio. No te digo si ya eres uno que puede considerarse habitual en la estación; en este caso, pasas a conformar una aristocracia provisional que aconseja a los recién llegados sobre lo prescindible y, sobre todo, sobre lo que no lo es. Y lo más importante: el reincidente ha adquirido ya algunos derechos. El más importante: se mantiene al margen de las modas. Ya no tiene que demostrar nada a nadie. Ha sobrevivido. No necesita un equipo a la última, él es el que decide qué es o no clásico en aquel mundo aislado.
En fin, en esas estaciones viven todos de manera provisional, pero eso no quita que conformen una comunidad con normas de conducta específicas y construidas sobre una fundamentación tan débil que podría cambiar cada verano. La vestimenta playera y los rasgos que conforman la última moda en esta dimensión son unos de las más fácilmente analizables, porque, casi todo el mundo, pasa allí la mayor parte de su tiempo en socialización. Por ejemplo, las novedades de este año en la arena soleada (más o menos) han sido reducidas, pero llamativas. Ellos han comenzado a arremangar las perneras de sus bañadores hasta las ingles. No hay noticia alguna sobre la utilidad de tal costumbre. Quizá sea una treta para no renovar el material del año anterior por parte de algunos y han sido capaces de imponerlo a los nuevos. Las crisis saben centrar bien los recursos. Sea como fuere, los señores caminan felices así mientras charlan con sus compañeros de paseo por la orilla. No parece que la cosa vaya más allá de la necesidad de tomar el sol, más bien escaso por estas tierras. Al terminar la jornada playera, incluso antes si se pegan un baño, todo vuelve a su lugar… y a casa.
Quizá la crisis también, aunque en otros sentidos, sea la responsable de otra modalidad dominante en los trajes de baño esta temporada. En este caso se produce entre las mujeres y suscita una duda en los estudiosos del caso. Parece que no existen este verano culos femeninos suficientemente dimensionados como para que quepan en ellos, al completo, el eslip de sus bikinis. Siempre queda alguna parte de esta pieza inferior al descubierto, a la vista del paseante. Y eso, aunque sea mínima: siempre se ve algo. Esos rastros constituyen una pista sobre que no van desnudas; pero uno llega a plantearse si no se tratará de un concurso para ver quien es capaz de guardar mejor esta pieza textil dentro de sí.
Como en esos lugares desolados, tan atractivos para un viaje, los lugares de veraneo o vacaciones tienen una fuerza expulsora tan fuerte (o más) que la que arrastró allí. Y si se acudió para sobrevivir uno acaba saliendo por el mismo motivo. Solo gentes especiales (yo tengo un amigo enamorado de las soledades árticas y antárticas y, salvo eso, es una persona estupenda) se sienten felices y quisieran hacer de aquello su normalidad. De hecho, enseguida solemos cansarnos de nuestro descanso y empezamos a echar en falta esas rutinas que aseguran tanto la libertad en nuestra Ítaca de origen.
