Los cuentos de mi infancia siempre sucedían en un país lejano. No entendía que hubiera que irse fuera a buscar aventuras si desde mi ventana se veía un castillo medieval, una montaña con forma de mujer y un acueducto romano. Aquella ciudad era el escenario perfecto que combinaba la seguridad de lo familiar con la libertad de lo extraño.
En aquel país lejano el tiempo temporal y el atmosférico estaban congelados. También sus valores. Recios, tradicionales, castellanos. Respeto, esfuerzo, honestidad. Sólidos y lentos como piedras. La diversidad apareció con el primer profesor negro que nos daba inglés. La pluralidad después, con un maestro que no se ilusionó con el golpe de Tejero como el resto.
El feminismo, muy tarde, en tercero de BUP (primero de bachillerato para los milenials), cuando compartimos por primera vez aula con una chica. El emprendimiento era saltar la valla del Colegio Primo de Rivera. La innovación, mojar el chupete de los bebés en Anís Castellana. La sexualidad, esconder Interviús en los huecos de los árboles. La memoria histórica era pasar rozando los pilares del acueducto con el retrovisor. Atrás quedan los arcos de la sed petrificada. Supongo que habría otros colegios, otros barrios y otros recuerdos, pero esos son los míos.
En la adolescencia, esa fase tan ridícula como necesaria en la que juzgamos padres y patria, esos valores parecían quedar desactualizados y los mirábamos con la superioridad que se miran las cosas por el retrovisor. Cuando uno llega a Madrid, atravesando el túnel de los tiempos, abraza otras realidades solo por el hecho de ser nuevas, lejanas, sin querer reconocer que uno puede salir de Segovia, pero Segovia nunca sale de uno. Todas las ciudades de la infancia son patrimonio de la humanidad de cada adulto.
En ciencia cada nueva teoría anula la anterior, pero en lo artístico y lo moral, los avances se superponen y complementan. Los valores modernos se van acomodando a los anteriores, como lo románico a lo romano. La verdadera evolución es que lo antiguo sirva de filtro de lo nuevo.
No se extrañen que haya una generación en el tiempo y el espacio que filtre esta nueva cultura posmoderna de la cancelación
No se extrañen que haya una generación en el tiempo y el espacio que filtre esta nueva cultura posmoderna de la cancelación. Esa corriente que pretende reeducar desde los valores radicales de lo políticamente correcto y acabar con los privilegios a través de la destrucción de los símbolos tradicionales y la purificación del lenguaje. No se extrañen que sea percibido como un nuevo puritanismo que regaña por unos códigos caducados a la vez que justifica las ventajas fiscales de los otros. En Madrid por la capitalidad, en Euskadi por la Ley Foral y en Cataluña por el hecho diferencial. Si algo molesta en la España vaciada es que la conviertan en la España vacilada y eso pasa cuando aparece alguien a decir que la modernidad es dejar de comer carne, proteger al lobo o decir “Matria” …pero eso sí, hay que entender las diferencias de los otros, como si la suma de todas las diferencias creara la igualdad.
Esta pasada de frenada de la modernidad de Podemos y los privilegios nacionalistas dan alas a quienes perciben el progreso y la justicia social como una revancha y no están dispuestos a ceder un milímetro sus valores en conserva. La reacción reaccionaria. La intolerancia y el odio no son moral tradicional, pero ahora se permiten disfrazarse de sentido común y de extrema necesidad cuando solo es extrema derecha sin sentido.
Porque somos un país lejano, pero no tanto, de los que sabe distinguir los ecos de las voces.
