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Corrección política, prohibido pensar

por Julio Montero
30 de junio de 2021
JULIO MONTERO 1
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Probablemente la corrección política sea el producto universitario que mayor y más pronta difusión ha conseguido en la vida del común, alejada de la sabiduría intelectual que habita en nuestros propileos (que era uno de las metáforas cultas referidas a los espacios universitarios en la antigüedad, 1970 aproximadamente).

La corrección política nació en los campus universitarios norteamericanos, en las facultades de humanidades y ciencias sociales. De repente los estudiantes consideraron inadmisible que se les hablara de ciertos temas que herían su sensibilidad: esclavitud, raza, colonialismo, sexismo y lo que se les iba ocurriendo en cada momentos. En Oberlin College, por ejemplo, declararon que la bandera norteamericana disparaba en ellos sentimientos de agresión a su sensibilidad (lo recoge Darío Villanueva en “Morderse la lengua” que merece la pena leer). Pero esa sensación de ser agredidos comenzó a multiplicarse. Al final cualquier logro cultural occidental se tachó de colonialismo destructor de lo primigenio propio, que en muchas ocasiones se acababa de inventar.

El gran aliado de la corrección política es el terror al esfuerzo. Por eso tiene mucho que ver con la cultura del “todo a 100”. Es un modo de decir a la gente: toda la cultura; todo el pensamiento; toda la creatividad, concretada en obras maestras; todo ese decantarse de una lengua durante siglos, para que cada palabra exprese una idea concreta con un matiz diferente; toda la poesía, que juega con tu inteligencia supuestamente capaz de crear mundos más allá de los que sugieren los poetas; toda la música que inunda un auditorio desde una orquesta de ochenta instrumentos mínimos, ensayada durante semanas para darle un sentido nuevo… todo esto y mucho más que exija una cierta formación para su disfrute más intenso, todo eso repito, es una auténtica mierda, que hay que sacar de nuestro mundo o como mucho recluirla en algunos museos que solo se abran uno o dos días a la semana, como mucho.

Dentro de poco las narraciones serán sobre víctimas aterrorizadas por no encontrar su marca de helado de chocolate en los frigoríficos gigantes de una gran superficie

Y es que la corrección política simplifica mucho las cosas. Lo primero, porque todo lo condenado debe borrarse por agresor. Luego, y esto es tan importante como anterior, porque define una nueva escala de importancia en la vida. Lo fundamental: el sentimiento, que sustituye a la razón; el sentir al razonar; el “yo siento” machaca al “esto implica aquello”. No te digo ya si el sentimiento se presenta como dolor. Algún pensador ha dicho que “la víctima es el héroe de nuestro tiempo” (Hughes) y nada más cierto. Porque la víctima es la muestra palpable y reconocible de un sentimiento maltratado.

De hecho, cada vez es más frecuente que la historia en sus formatos divulgativos, los documentales, se centre en genocidios, normalmente solo en algunos bien seleccionados y alejados de los cometidos por los progresismos de cada momento. Eso ha inaugurado una carrera por buscar nuevas víctimas que hayan sufrido algún tipo de persecución. Como suele ocurrir cuando todo es subjetivo, algunas de esas nuevas víctimas hacen sonrojar de vergüenza a quienes saben algo de historia o de la vida, al compararlas con las verdaderas. Dentro de poco las narraciones serán sobre víctimas aterrorizadas por no encontrar su marca de helado de chocolate en los frigoríficos gigantes de una gran superficie, sin saber que ya lo había inventado Isabel Coixet en una película de hace treinta años.

La corrección política es todo menos correcta. Porque lo característico de su actitud es la agresividad de los que se sienten “heridos”. La “víctima” responde con agresiones. No hay razonamientos. Lo primero son insultos. Si has herido, por lo menos eres un fascista: y ahí para arriba: maltratador, explotador, cómplice de gente que ya se ha muerto (a veces hace siglos) y un abanico que se amplía al compás de las necesidades insultatorias de cada caso. Por supuesto no hay ocasión para el diálogo: no hay conversación, porque los “heridos” no quieren conversar con sus “carceleros”. Esa conversación no sería más que la continuación del dominio y no hay que dejar resquicios a los explotadores. Lo curioso de todo esto es que son los “heridos” quienes insultan y agreden a los tachados de agresores.

La corrección política es la inquisición a lo bestia: porque ni siquiera hay jueces a los que reclamar justicia

Cuando entras en la vía del sentimiento y de la sensibilidad nada tiene dimensiones establecidas. Por tanto, todo es imprevisible e inseguro. Todo queda al albur de la “víctima”: si me miras, la agresión de tus ojos me hiere; si no me miras, es que me desprecias y eso me humilla. Y el que mira, o no, tan tranquilo: porque esa persona le recuerda a otra, o porque va pensando abstraído en qué comerá al llegar a casa. Y, sin saberlo, es un agresor al que naturalmente hay que castigar.

La corrección política es la inquisición a lo bestia: porque ni siquiera hay jueces a los que reclamar justicia. Son colectivos diversos de potenciales agredidos los que montan campañas contra todo lo que se mueve, especialmente contra todo el piensa y pide lógica a los demás. Y luego está claro la cobardía de las instituciones: las universidades americanas hicieron caso a sus alumnos y despidieron a los profesores que hacían (lo intentaban) pensar. Varios se suicidaron porque antes hubo todo un linchamiento moral: cada vez que salían al campus se les acercaban a insultarles a medio centímetro de su cara (inocentes escraches al parecer). Una actitud propia de pijos ricos que se criaron insultando a sus chicas de servicio de colores diversos, fuera cual fuera el suyo.


(*) Catedrático de Universidad.

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