Nunca tuve muy claro si lo que querían decir era segundo o 2º. En los pueblos son más de hablar las cosas o de estrechar manos; y de escribir algo menos. Y además, suelen conocerse unos a otros por motes. En este caso, lo de segundo no era un mote. Sencillamente es que en aquella familia del duro piedemonte de la Castilla Fría tenía que haber un Juan. Y lo hubo. Y murió pequeño; un invierno largo y unas malas fiebres no ayudaron mucho y se marchó. Y no fue el único. En aquella familia nacieron muchos hijos, de los cuales sobrevivir hasta más allá de los 30 lo hicieron unos pocos. Y la vida entre tanta fatiga y alguno más que cayó en trinchera de la Guerra Civil hizo que al final fueran solo la mitad los que salieron adelante.
Uno de ellos tuvo familia, pero eso ya fue en Madrid, adonde emigró para trabajar en la construcción. La hermana se marchó a un convento y de allí a Misiones y otro hermano de repente un día, después de haberlo pensado menos de una semana, decidió empacar lo que podía pensar enteramente suyo y marchar hacia Santander. Le habían dicho en la taberna que era el puerto de mar que más cerca quedaba y en el que podría embarcar hacia la Argentina. Tras su marcha poco se supo de él, un par de cartas diciendo que le iba bien, que tenía familia, y que algún día volvería. Pero nunca envió siquiera una foto. Este era Silverio. Llamaba la atención cuando era rapaz por su silencio; además aguantaba bien el frio y nunca se quejaba.
El que se quedó en el pueblo era Juan y le decían Juan Segundo (o 2º) porque finado el primer Juan el siguiente crío que llegara al mundo, con el único requisito de ser chico, también se llamaría Juan, porque eso fue lo que se venía haciendo desde atrás. Nadie sabe desde cuanto atrás y tampoco el porqué. Lo mismo algún Juan dio gloria tiempo atrás a la estirpe pero, de ser así, tampoco nadie lo sabía. En la familia tenía que haber un Juan y punto.
Ser un Juan segundo tenía la ventaja de ser consciente de la contingencia del ser. Hoy estás y mañana no, pero la vida seguirá. Como decimos hoy, le quitaba mucha presión. En todo caso, quedaría su obra, la aportación, el trabajo hecho, sobre todo si estaba bien hecho. O a lo mejor ni eso porque la tarea del campo es lo que tiene: haces y deshaces. Y así cada año. Y si se trabajaba – cuando la iglesia lo podía pagar – en la construcción de una catedral, ni él ni los demás que andaban allí metidos, la veían comenzar y mucho menos acabar. Se trabajaba, se seguían las órdenes del maestro constructor y a lo largo de una vida se veía avanzar un poco, pero sabiendo siempre que no serían sino nietos o nietos de nietos los que verían aquello acabado. Con suerte.
Al final eran parte de algo y lo individual era menos importante. De hecho, la fuerza la daba la familia, el clan, el grupo. E inmerso en él, sin ninguna clase de protagonismo especial iba pasando la vida.
Las obras, afortunadamente ahí quedaron. Eran tiempos de menos vanidad y en todas nuestras tierras vemos iglesias, capillas, castillos, catedrales que dan categoría al lugar donde se hallan. De quien las hizo no se habla o muy brevemente, pero sí que hablamos de esas obras y como desafían al paso del tiempo, aunque en ese pasar de los siglos a veces anden un poco maltrechas.
Hemos avanzado tanto (tantísimo) que ya no se acometen esas grandes obras. Ni aquellas obras dedicadas a magnificar a Dios y ni la otras a los que habían sido ungidos por la gracia de Él (que ya sabemos cómo ha ido la historia). Las obras en estos tiempos se podría decir que no son magnas: solamente grandes o apabullantes, alardes de arquitectura, con mucha marca, mucho autor y algunas con goteras en cuanto llega el primer invierno.
Las obras hay que acabarlas pronto ‘ad maiorem gloriam‘ del que paga la factura. También pasa que se comienzan con gran ruido mediático, mucho protagonismo de alguno y al final ahí quedan a medias. Y no son pocas…
En este tiempo de titulares y siglas lo gregario hasta suena mal, juntarnos todos en un esfuerzo a largo plazo es difícil; la disensión aparece enseguida y con ella cada uno por su lado.
Para acometer grandes obras y reformas hacen falta líderes (de eso vamos sobrados) carismáticos (de eso algo menos) pero hacemos falta los que empujemos sin más afán que conseguir entre todos sacar algo importante
Se crea un partido en un hueco ideológico, se crea una ilusión entre simpatizantes, pero luego me cabreo, apago la luz, me voy y conmigo el partido desaparece. Del mismo modo si el esfuerzo ha sido fructífero y cala entre los afines se tiñe de personalismo, vuelve el cabreo de algunos y unos cuantos se van y empiezan por otro lado. Y al final, en la dispersión, todos pierden.
Para acometer grandes obras y reformas hacen falta líderes (de eso vamos sobrados) carismáticos (de eso algo menos) pero hacemos falta los que empujemos sin más afán que conseguir entre todos sacar algo importante. Había mucho líder en Rebelión en la Granja (de Orwell) y se acabaron cargando al burro currante.
Hace falta menos interés en tener ese momentito de gloria. Así pasa que flaquean los grandes empeños en donde se aúnan esfuerzos para sacar proyecto. Proyectos de largo plazo en cualquier sitio (repoblaciones forestales, atraer inversiones, gran inversión pública) como no permiten foto rápida y no tienen recompensa inmediata no interesan tanto.
Juan Segundo y su tiempo no eran fatuos. Juan también tenía sus afanes, su familia, sus creencias, sus días de luz y de sombra. Pero aportaba sin deslumbrar. Satura un poco tanto foco, tanto titular, tanto exabrupto del momento, tanto protagonismo de un solo día…
