Si con la pandemia las Iglesias han estado más vacías que en otros tiempos, mirando al futuro hay que preguntarse ¿se trata de llenar las Iglesias o de buscar la identidad y autenticidad cristiana dentro del mundo en el que vivimos, aunque haya menos gente en los templos? La ‘dolce vita’ de Fellini, de 1960, muestra muy bien ese momento de tránsito, esa distancia generacional entre dos mundos, el del pasado y el del futuro.
¿Cuál era la situación de la Iglesia y del cristianismo del pasado? Los cristianos, cuando el cristianismo nació, se reunían en las casas. Posteriormente fueron creando basílicas y templos al aumentar el número de creyentes. Todo giraba en torno a la oración con sentimientos de cercanía, acogida y solidaridad. Con la oficialidad de la religión cayeron en sospecha las categorías de ‘experiencia’ y de ‘sentido religioso’.
De hecho, los movimientos eclesiales representaron, al menos hasta los años 90, una gran esperanza, un signo de vitalidad y juventud para un cristianismo a la deriva, rechazado por el mesianismo político y sectario del pensamiento del 68. Luego los vientos de la restauración, que siguieron a 1989, reunió de nuevo la madeja. Pero la Iglesia volvió a blindarse, atemorizada ante una secularización cada vez más arrogante, cerrando nuevamente sus puertas.
Evangelización y promoción humana, los dos polos de la ‘Evangelii nuntiandi’ de Pablo VI, se perdieron por el camino. Hoy, dentro de la Iglesia, en vez de evangelización encontramos ‘chismorreos’ y ‘batallas’ éticas centradas en la lucha entre grupitos y en el culto sacramental, mientras que en lugar de promoción humana nos topamos con el modelo capitalista en la sociedad y un profundo olvido de la doctrina social de la Iglesia.
Conformismo y maniqueísmo, los dos polos del catolicismo actual. Frente a esta perspectiva, no sorprende el progresivo vacío de las iglesias y la distancia que aleja a los jóvenes de la fe. ¿Por qué a un joven de hoy le iba a atraer una postura que solo se define por un campo restringido de disputas ético-culturales? Un joven que, recordemos, está a años luz del militante comprometido de los años 70.
Lo que le falta al catolicismo actual, incluso y sobre todo al comprometido, es la categoría del ‘encuentro’. Una categoría que atraviesa y supera la distinción entre derecha e izquierda, y que permite ir directamente al corazón de lo humano. ¿Cómo puede llegar hoy la Iglesia a ese ‘corazón’? Esta es la pregunta que hay que plantearse ante el espectáculo de las iglesias pobladas solo de ancianos.
Lo que le falta al catolicismo actual, incluso y sobre todo al comprometido, es la categoría del ‘encuentro’
Para responderla, el papa Francisco afirmaba el 13 de septiembre de 2018: “la ternura es un buen ‘existencial concreto’, para traducir en nuestros tiempos el afecto que el Señor nutre por nosotros. Hoy, efectivamente, nos concentramos menos que en el pasado en el concepto o en la praxis y más en el ‘sentir’. Puede no gustar, pero es un hecho: se parte de lo que sentimos. La teología ciertamente no puede reducirse al sentimiento, pero tampoco puede ignorar que, en muchas partes del mundo, el enfoque de cuestiones vitales ya no parte de las últimas cuestiones o de las demandas sociales, sino de lo que la persona advierte emocionalmente”.
Este es un juicio histórico que motiva la insistencia con que Francisco habla de la ternura de Dios. El hombre actual, con su fragilidad, es especialmente receptivo a la dimensión afectiva. En un ‘mundo sin vínculos’, en una sociedad líquida, la cuestión del sentido de la vida no supone la conclusión de un razonamiento lógico sino el resultado del descubrimiento de sentirse amados, queridos.
Las iglesias se vacían cuando los pastores dejan de serlo y se convierten en burócratas, funcionarios, empleados. El problema de la Iglesia actual es que carece demasiadas veces de pastores, de personas que amen a Cristo y compartan la vida de aquellos que les son confiados. La secularización representa, desde este punto de vista, una excusa que esconde la falta de fe y de ternura, la distancia entre las palabras de las homilías, tantas veces altisonantes y melifluas, y una proximidad real, capaz de gestos y abrazo. Allí donde el pastor es un hombre de Dios que se entrega totalmente, las iglesias vuelven milagrosamente a llenarse.
(*) Catedrático emérito.
