En los últimos meses, a pesar de la pandemia, he tenido la suerte de poder asistir a un curso de 12 sesiones sobre el Quijote, con Juan Manuel de Prada de profesor, en la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán, en su sede de Madrid.
Y gozando de las páginas de ese libro inmortal pensé que El Quijote es un libro de libros, como las Meninas es un cuadro de cuadros.
Dos de las obras cumbre de España son tan sofisticadas en su construcción que integran los puntos de vista como elementos narrativos o pictóricos. Parte de la narración es el cómo lo estoy contando. Parte del cuadro en sí, es cómo lo estoy pintando. Dentro del relato está el lector, dentro del cuadro, el observador.
Empecemos por el Quijote. Primero el propósito, confesado o aparente del libro, es una crítica literaria, la de los libros de caballerías. Los relatos fantásticos, tan en boga unos años antes, van a ser objeto de escarnio y mofa por parte de Cervantes. Un capítulo entero dedicado a la hoguera que, con las novelas que han enloquecido a Alonso Quijano, hacen el cura, el ama y la sobrina. Ya en origen Cervantes recurre a la ficción de un manuscrito hallado, cuyo autor, Cide Hamete Benengeli, es el supuesto cronista de las aventuras del Caballero de la Triste Figura. Un escritor imaginario ¿trasunto de sí mismo? para convencernos de que son memoriales y de que el personaje es real. En la segunda parte del libro, tanto el Quijote como Sancho lidian con la fama, ingrediente nuevo. Sus aventuras esta vez son fruto de que se han hecho conocidos, de que hay una mirada de otros que los guía, les tiende celadas, les condiciona. Para enriquecer las voces que narran, Cervantes combate, en la segunda parte, al falso Quijote de Avellaneda, una voz impostada y oportunista que había inventado nuevas aventuras al héroe, adulterándolo.
Las historias de la historia se entretejen, se bifurcan, se ramifican. Borges sólo tuvo que seguir, siglos después, una senda muy bien marcada. Un caleidoscopio de puntos de vista, sin enmarañar, con hilos conductores trazados, a veces paralelos, otras convergentes. El lector es interpelado en la obra, y forma parte de ella.
Vayamos a las Meninas, dónde Velázquez se pinta pintando. En la sala, las paredes ornadas de otros cuadros. Al fondo un observador se va, y se gira por última vez, mirando al pintor, mirando a la Infanta, mirando a los Reyes, antes de salir. Una dueña y un caballero observan la escena del primer plano desde una penumbra intermedia. En la infanta convergen miradas físicas de los Reyes, del segundo y tercer plano, de las dueñas y la elíptica y principal del pintor. Y ambos, pintor e infanta nos abarcan en su mirada, nos hemos interpuesto entre ellos y los Reyes. Hemos entrado en la sala y formamos parte de la pintura.
Me pregunto si esta capacidad de construir e hilar libros o cuadros con tantos puntos de vista, no estará vinculada a lo que España fue capaz de hacer en el mundo. Integrar y sumar mares, lugares, pueblos, culturas, con un hilván potente pero ligero que ligó el Atlántico, el Pacífico, América, las islas de Oriente. Que fijó la mirada y el propósito, pero dejó convivir muchas realidades y que supo, con inteligencia de pueblo viejo, que la realidad es cambiante, varia, multiforme. “El mundo es ancho y ajeno” como diría Ciro Alegría.
