La letra de una canción me ronda desde la muerte de mi hermano: “¿Dónde vas, Alfonso XII?, ¿dónde vas, triste de ti?”. Como doliente que busca “no lugares” para templar el alma, refugios impersonales, neutros y asépticos, ningún letrero podía resultar más sugerente: “El café de las afueras”.
La concentración de supermercados en la salida de la carretera hacia Soria le encantaba a Ernesto, sensible a cuestiones logísticas. Siempre que pasábamos, nos fijamos en la originalidad del cartel referido; pero nunca fuimos.
Según se accede, un adorno con forma de tapón gigante de una botella de cerveza, propio de algún restaurante de carretera en Norteamérica, incluye este texto, que traduzco del inglés: “Entre, estamos abiertos, a cualquier hora del día en que lo necesite, 24/7”. Un simple objeto decorativo, pero la imaginación es libre. ¿Por qué el café de las afueras no puede abrir las 24 horas del día, como los aeropuertos, “no lugares” por excelencia”?
El café de las afueras me hace recordar un viaje por Estados Unidos. Estábamos tan influidos por el cine. Cuando subíamos las escaleras, camino de nuestra habitación en un motel cualquiera de la ruta —otro “no lugar”—, Ernesto, un adolescente con 16 años de edad, me dio un “susto de la muerte —así los llamábamos—». Escondido, dio un grito, teatralizando como si le estuvieran atacando.
Bar de frontera, más allá de la ciudad. Llenazo un sábado lluvioso por la tarde con público de Segovia, donde el interior de los locales permanecía cerrado. Me agrada el toque ‘retro’ de la decoración, ajena a lo segoviano. Escudos heráldicos; fotografías de la Torre de Hércules; máquinas tragaperras; y maquetas desordenadas de monumentos como la estatua de la libertad.
Los camareros principales son veteranos, discretos, educados y diligentes, como buenos gallegos. Se esmeran en hacer la espuma, cuando les pido un café con leche cremoso. Apenas contabilizo dos clientes fijos, uno de barra y otro de terraza. Cuando llego, el bar suele presentar un aspecto bastante solitario. Karlos Arguiñano, siempre sintonizado en la televisión. Otro día de la marmota que nunca termina, desde el inicio de mi duelo.
El café de las afueras, ubicado en la planta baja de un edificio de apartamentos turísticos, tiene algo de bar de hotel. Hubo un tiempo en que mi hermano llevaba a sus amigos a tomar el café de sobremesa a un hotel NH en Madrid. Ese ambiente impersonal. Le fascinaba la figura del bebedor solitario en la barra del bar de un hotel del lujo. Le recuerdo mostrándome aquella instantánea en Saigón.
Cuando nos sentamos en el interior, mi madre y yo optamos por una mesa del fondo, donde apenas se escucha la televisión. Apenas un lector solitario con su libro. ¿Estaremos en uno de nuestros queridos cafés de Buenos Aires?
La terraza es coqueta: moqueta verde, techumbre y un farolito blanco. Un monte pelado y árido como paisaje desolador que enfrentamos. “Me recuerda a Tierra Santa”, dice mi madre. Como Simón del desierto, convertido en penitente, expulsado de un mundo vivo, cosmopolita y con certidumbres.
La vista me traslada a Samarkanda. El museo principal se encuentra en las afueras. Un fresco antiquísimo anticipa la globalización: comerciantes y embajadores procedentes de Japón e India. Ambos hermanos nos adentramos en el yacimiento arqueológico adyacente. Qué paseo tan evocador por aquel paraje estepario. La nostalgia del tiempo perdido.
(*) Profesor de la Universidad Complutense de Madrid.
