Fue comenzar el siglo XXI y la telerrealidad conectó con las audiencias de la televisión que es como decir con todo el mundo, de un modo desconocido hasta entonces. Lo hizo desde unos cimientos bastante elementales, pero que se supieron combinar muy bien y con una eficacia brutal. Lo primero fue ofrecer información contada como si fuera una historia de ficción, aunque claro continuamente se decía que era real y se insistía en ello: ahí estaban las imágenes que recogían una selección de lo que ocurría en el famoso chalet. Era como una película de la realidad: se quitaba todo lo que era aburrido y se dejaba solo lo interesante. Pero esa selección era patentemente real: se había grabado así para que quedara claro.
El otro puntal del éxito de la telerrealidad fue que se planteara como un concurso. Allí no solo pasaban cosas, de las que se escogían las mejores, sino que además había ‘vidilla’. La gente se jugaba un premio en lucha no declarada contra otros: al final solo ganaba uno de los habitantes y los espectadores participaban en la selección. Cada cierto tiempo las gentes compartían el inmenso poder de Nerón y sin delegar en nadie (como en las elecciones) veían como su dedo (y el de otros miles como ellos) dejaba dentro o fuera a uno de los habitantes. En fin: realidad dentro de la casa y realidad fuera. La verdad es que la realidad se desbordaba por todos los sitios.
Allí se ofrecía y ofrece una realidad (una representación de lo humano) organizada como si fuera una película o una serie en la que el espectador también decide: ¿una ficción controlada por fuera? ¿un circo romano en el que los organizadores decidían cómo se luchaba, pero los espectadores perdonaban o no la vida a los gladiadores vencidos? En fin, aquello tenía con un mérito muy destacable: los espectadores se lo tomaban como real en algún sentido. Lo suficiente para sentirlo como auténtico hasta tal punto de admitirlo como veraz, al menos como verosímil. El éxito de Gran Hermano asentó el género y a la vez provocó una loca carrera por un éxito similar con un formato semejante. Los de la tele pensaron que bastaría con cambiar las circunstancias y el personal respondería casi igual entusiasmo.
Las nuevas modalidades intentaron imponer unas reglas a la realidad para hacerla televisiva y aquello ha desembocado en programas con estructuras semejantes. Todo consistía en establecer nuevos límites o enfoques nuevos en la recreación televisiva de la realidad: definir un ‘espacio especial’, una parte de la realidad, el tema del programa y una estructura que sirviera para exponerlo con veracidad.
Y a eso se lanzaron. Unos decían ayudar a buscar pareja; otros pretendían mostrar que había un montón de gente con destacadas cualidades artísticas y que solo necesitaban una oportunidad y un ‘padrino’; o que prepararían a la gente normal para enfrentarse a situaciones límites en competición con otros, por supuesto. Algunos decían conseguir que la gente fuera más feliz; o que aprovecharían para mostrar la personalidad de los famosos en diferentes contextos.
Desde Gran Hermano, todos estos formatos se basaron en una paradoja. De una parte, las situaciones que vivían los concursantes se creaban ex profeso para facilitar el organizarlas en tramas (como en la ficción, como en una serie). De otra, el espectador tenía que percibirlo como trozos auténticos de la vida auténtica de esas personas. Los concursantes, mejor o peor, deben asumir ese doble rol de personas y actores televisivos, que se representaban a sí mismos.
Los realities ofrecían, y siguen igual, una realidad maquillada. En realidad, recreada según criterios dramáticos. El componente ‘ficción’ ha crecido y crecido constantemente. En buena parte era lo lógico: porque es la parte más controlable de la producción. La vida de verdad, aunque se limite, siempre resulta más imprevisible. Igualmente, los protagonistas fueron más y más extravagantes cada vez. Como si la normalidad representada fuera cada vez menos real en general. Se buscó una ‘normalidad de nicho’, la ‘normalidad de lo excepcional’ en diversos ámbitos y campos. Pero todo esto no impidió sus éxitos de audiencia. La gente los sigue encontrando divertidos y entretenidos, quizá como esos seres de aspecto poco convencional con los que podemos cruzarnos todos los días. ¿Una nueva versión, televisiva en este caso, de la Parada de los monstruos? Su cercanía la marca probablemente no los parecidos que ofrece sobre la profesión, la cultura, la fisonomía o el lugar de procedencia, sino en cómo actúan desde su humanidad como seres libres.
Nadie arriesga nada. Mejor copiar con otras versiones los éxitos de la competencia
Las programaciones de los canales han acabado por recoger, en términos generales, pocos tipos diferentes de programas. Los programadores cada vez mandan más en los canales y la estrategia se ha convertido en simple táctica circunstancial que busca versiones de formatos de éxito. No es que esto resultara fácil en el universo cerrado de la tele en España, como demostró el fracaso empresarial de La Sexta y Cuatro-, pero se trasladó a la producción. El resultado ha sido que cada vez es más difícil meter en parrilla una formato original e innovador. Nadie arriesga nada. Mejor copiar con otras versiones los éxitos de la competencia. Además, los mercados fueron encerrando la innovación: con audiencias cada vez más fragmentadas era difícil conseguir grandes ‘pelotazos’ de espectadores. Los presupuestos se hicieron menores y se dedicaron a programas fáciles y relativamente baratos de producir. Precisamente en los huecos de los presupuestos encontró su sitio la telerrealidad, no demasiado cara de poner en marcha.
Por otra parte, los públicos, las audiencias, parecieron deseosas de acercarse a programas que les hacían iguales a los protagonistas de la ficción que parecía caber en sus vidas de verdad. Quizá constituyera una victoria de los espectadores sobre los creadores y programadores: algo parecido a la satisfacción que le produce a un estudiante valorar cada año en una encuesta la labor de su profesor. Las audiencias así empezaron a decir que eran no solo sus propios dueños, sino que también mandaban en la televisión. Una paradoja, más profetizada que entrevista, por Walter Benjamín. Quizá haya comenzado la verdadera conquista del poder por parte de las masas. Y ha resultado cómodo: desde el sofá, con el mando a distancia y a través de los programas de entretenimiento que quisieron (¿y consiguieron?) convertirlos en rebaño. La jugada perfecta del Gran Hermano, del otro, del de verdad, el de Orwell.
