La antigua Plaza Oriental es el emplazamiento desde el que puedo iniciar dos paseos alternativos con una pendiente considerable. Un dilema con forma de ‘V’: atravesar los arcos del acueducto y enfilar la calle Real en dirección a la Plaza Mayor; o bien subir por Padre Claret hacia el cementerio. El camino de la vida versus el camino de la muerte.
Aquel que considerábamos casi como único paseo posible (calle Real) era la ruta elegida por mi familia dos veces al día. Desde la muerte de mi hermano, como si los vivos también atravesáramos la laguna Estigia, prefiero apartarme del centro de la ciudad. ‘Camino del cementerio’ adquiere un sentido metafórico, ya que el mismo no solo conduce al camposanto.
El pasado 15 de mayo fue festejado como el final de una guerra, tras el levantamiento del estado de alarma. Segovia se llenó de turistas madrileños. Desde el frente oriental, se percibían las multitudes al otro lado del monumento romano, convertido durante mi duelo en auténtico muro de Berlín en los peores años de la Guerra fría.
Siento el fallecimiento repentino de Ernesto como una derrota. Algunas películas soviéticas reflejan muy bien la tristeza sentida por aquellos que han perdido a sus deudos, frente a la alegría generalizada en las celebraciones de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial.
El acueducto como frontera psicológica cierra una época marcada por los viajes
El acueducto como frontera psicológica cierra una época marcada por los viajes, casi iniciada con la caída del auténtico muro de Berlín, donde llegamos con nuestro Peugeot 405 en 1990. Como buenos coleccionistas, mi hermano y yo nos afanamos en recoger unos cuantos pedacitos de aquel símbolo. Cómo sentimos que mi padre no viviera dicho acontecimiento, dado su interés por todo lo relativo al otro lado del telón de acero.
La calle del Padre Claret conduce a los barrios altos de la ciudad. Mi madre y yo tomamos un autobús, como penitentes en un mundo al revés. Se trata de llegar a un punto periférico para iniciar un recorrido de bajada. El barrio de San José transmite la tristeza de los peores años del franquismo. La carencia de diversidad urbana, con una trama comercial mínima y usos residenciales casi exclusivos, lo convierte en un desierto durante los días festivos. La farmacia ejerce como oasis.
Precisamente, mi hermano me refirió un reportaje de la prensa local sobre la jubilación de ‘Aspirino’, un dependiente muy querido, homenajeado por los vecinos. Un ejemplo de las noticias y reportajes que le interesaban a Ernesto.
Una vez que se abandona la colonia, integrada por tantos bloques homogéneos de viviendas, la rotonda donde confluyen el cuartel de la Guardia Civil, el bar Alhambra, la gasolinera y el edificio tipo ‘diner’ americano de la Pizzería Dominó, me produce la sensación de llegar a la Puerta del Sol, dado el contraste en materia de vitalidad urbana.
En el paseo de retorno, un matrimonio maduro de turistas, que debían estar alojados en el hotel situado junto a San Antonio el Real, nos preguntaron por el camino para ir al centro. Como viajero, yo antes empatizaba con los visitantes, siendo amable y generoso en la provisión de todo tipo de información. En esta ocasión, nos limitamos a contestar de forma telegráfica con desgana.
Hace unas semanas, mientras esperaba a mi madre a la puerta de una pescadería, un estudiante del IE entró y salió del establecimiento. Por sus palabras y aspecto, capté algo invisible para el 99.9 por ciento de los segovianos. Se trataba de un joven peruano de ascendencia japonesa (nikkei), probablemente perteneciente a la clase media-alta limeña. En condiciones normales, Ernesto me habría echado una mirada para que yo iniciara una conversación, como hacíamos durante nuestra última estancia en Tokio, donde no resulta difícil encontrar inmigrantes con este perfil para observadores iniciados en el mundo de las minorías étnicas -como éramos ambos hermanos-. Obvia decir que dejé pasar la oportunidad. Una de tantas ilusiones perdidas.
Cuando pasamos por los Misioneros, la nostalgia aflora. Mi hermano sentía una querencia particular por aparcar su coche en alguno de los sitios ubicados junto al colegio. No le importaba tener que subir cuesta tan pronunciada para volver a utilizar el vehículo.
El cementerio se acerca. Cuando murió mi padre (1985), se redujo la frecuencia de los viajes a Segovia, donde residían mis abuelos maternos. La contemplación del camposanto desde el cuarto de estar del domicilio familiar entristecía sobremanera a mi madre. De forma retrospectiva, Ernesto criticaba aquella actitud; pero ella tenía toda la razón. La silueta del cementerio en lo alto de la colina aparece y reaparece en una ciudad pequeña. Algo que, en este estado, llega a asfixiar.
¿Qué decir del tanatorio? Le impresionaba cuando circulábamos por allí en coche. Mi hermano se limitaba a comentar “siempre hay gente”, con un tono de voz trascendental. De forma extraña, mientras Ernesto ocupó una de sus salas, no hubo más huéspedes en morada tan triste y aséptica. El maleficio familiar del mes de enero en Segovia: las fechas de defunción de mis últimos deudos más queridos arman casi una progresión simétrica hacia atrás (24, 17 y 12). ¿Se trata de las leyes ocultas del caos, mediante las cuales los físicos intentan explicar el paradigma de la complejidad?
Mi madre y yo nos sentamos en un banco tras una de nuestras primeras visitas al cementerio. Comentó que “Ernesto ya está en la ciudad de los muertos”. Ella se emociona, pues estaba pensando en la misma frase para sus adentros. Pura telepatía. Mi hermano y yo compartíamos tales sincronías con tanta frecuencia. Éramos uña y carne.
(*) Profesor de la Universidad Complutense de Madrid.