Karen Armstrom señala que la humanidad (así, toda) tiene un anhelo esencial que le lleva a intentar conectar con lo extraordinario. Esto combinado con el declive de la religión y de la magia (metidas en el mismo saco) justifica, según Chris Rojek, el subidón que ha experimentado el culto a los famosos. Es interesante considerar que esos mismos argumento se empleaban a mediados del siglo XX para mostrar la necesidad de lo divino que latía dentro de todo ser humano.
Me dio por pensar que eso de crear, en sentido estricto o en el artístico y original, mete siempre en lo creado algo de su creador; tanto más apreciado cuanto más se quiere el resultado. Por eso Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y por eso nosotros, los sapiens mas o menos evolucionados, ponemos en los dioses que creamos casi todo lo que somos, especialmente nuestras limitaciones.
No he conseguido saber nunca por qué curioso motivo nos interesa la vida y lo que dicen personas célebres por algún motivo, pero que no influyen de manera directa en nuestra vida: ni en la ordinaria, ni en la “extraordinaria” ¿Por qué me afecta la muerte de alguien a quien nunca he visto y cuya desaparición no hará mi vida mejor ni peor? Puede entenderse el reconocimiento a los héroes por su legado: patriótico, cultural, militar, creativo, espiritual, económico, social, político… Pero ahora se ha ampliado ese reconocimiento hasta la lista de protagonistas de records del Guinness.
Hacemos versiones actualizadas del panteón grecorromano, con nuestros zeus y minervas de andar por casa; con su grandeza inalcanzable para los mortales corrientes y molientes, pero también con todos nuestros defectos desatados sin control. En el Olimpo, enseguida, se admitieron semidioses, fruto de los desmanes menos divinos de los inmortales y no faltaban peleas y concursos entre ellos para posicionarse mejor. Y por allí rondaban por temporadas, como huéspedes en casa real, semidioses, héroes y mortales de estirpe regia.
El aura que acompañaba la presencia de dioses de primera y de segunda se reflejaba también en gentes como Hércules, Aquiles y Ulises. El interés de los mortales corrientes por ellos era desinteresado: a no ser que te los cruzaras, nunca influirían en tu vida. Y aún en ese caso lo más probable es que te ignoraran, o se limitaran a sonreírte mientras intentabas acercarte a él cuando pasara por tu pueblo. En fin, te interesaban sus hazañas, sus esfuerzos, su invencibilidad (esto lo que más, claro)… y lo fundamental: que alguien tan grande te mirara a los ojos, te sonriera o te saludara con la mano; porque eso te sacaba del anonimato de la multitud: te hacía especial a ti para los demás. Y ahí empezaba todo.
La multiplicación de los héroes se ha visto que no disminuye su prestancia mientras están en el candelero. Y los motivos que justificaban esa fama fueron cada vez menos extraordinarios. Hemos pasado, casi sin darnos cuenta, del oro macizo a la purpurina en espray. Más aún: si hasta los dioses tenían defectos ¿por qué no aceptar los de los mortales? Esto abría indefectiblemente la puerta de la popularidad a los escogidos por el azar. No hay que olvidar que las primeras fórmulas “democráticas” siempre combinaron votos y sorteo para los cargos políticos ¿Cabe mayor democracia que la suerte? Esa sí que nos hace a todos iguales de verdad.
Así, pasamos de admirar a los santos (vidas ejemplares) a leer con curiosidad la biografía “tebeada” de gentes importantes (más o menos) editados a todo color en la colección de vidas ilustres de Novaro. Pero ese fue solo un primer paso que buscaba más la emulación de los héroes que el acercarse a ellos y gozar de su cercanía como signo distintivo para que nos admiraran a nosotros.
Enseguida deportistas y actores retomaron posiciones. Era aún un mundo de mérito: ser los mejores en algo, o los más guapos, o los más fuertes, o los más rápidos, o los más listos en el mundo de los concursos de televisión, o los más convincentes en sus actuaciones… En fin, la distinción se asociaba todavía a un esfuerzo o a una cualidad innata, algo al alcance aún de un número reducido de personas.
Pero ya hemos avanzado en la democratización de la fama. Ahora literalmente cualquiera puede ser famoso: eso sí, sabe que su periodo de esplendor será relativamente breve muy probablemente. La elección en el sorteo de la popularidad no es propiamente algo que quede para el azar: la naturalidad hay que trabajarla mucho para que triunfe en televisión. Es, en realidad, una competición, un proceso selectivo: un casting. Se trata de un concurso, pero de televisión, y por lo tanto con trampa siempre. Es verdad que hay un espacio para el azar, porque los concurrentes nunca saben exactamente qué cualidad (o defecto) buscan los promotores en sus convocatorias, pero es más ignorancia de los participantes que una cosa no prevista.
Ahora la selección de aspirantes a famosos la componen macarras normales, histéricas normales, gente corta normal, abusones normales…
De este proceso selectivo de gente “normal” salen los candidatos al famoseo. Al principio eran “normales” en general. Con eso bastaba. Lo malo es que los castings demostraron que los normales más normales tenían poco potencial dramático: en eso tenían razón. Y hubo que buscar normales de otro estilo, por sectores. Y así, cada vez más, la normalidad se ha especializado. Ahora la selección de aspirantes a famosos la componen macarras normales, histéricas normales, gente corta normal, abusones normales… no hay que descartar futuras selecciones de degenerados normales, asesinos normales… quizá hasta marcianos normales.
Pero ser parte de un rebaño en un reality te concede tiempo en pantalla. Mucho más del que exigía Warhol como derecho humano inalienable en su modernidad; y las consecuencias son patentes: si el programa cuaja entras en el olimpo del famoseo y puedes dar el golpe y prolongar aquello durante meses, incluso por dos o tres años. Si hay más suerte y te subes a la ola puedes empezar a vivir de ello. Y si te toca el “gordo” pasas a ser estrella de la normalidad chillona avanzando sobre el filo que separa lo hortera de lo ocurrente. Y lo más importante: millones como tú se mirarán en tu espejo, admirarán tus gracias, aspirarán a tener tu desparpajo. No querrán imitarte realmente: se alegrarán de que seas como ellos, porque en tu triunfo ven la posibilidad del suyo.
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(*) Catedrático de Universidad.
