Parece ser que empezaron los movimientos de tierras en la zona del Tejerín y con ello, aumentó la curiosidad y las expectativas que hoy en día se pueden tener, sobre un rincón de la ciudad al que se le dio la espalda durante décadas. Entre los curiosos que habrán ido a pegar un vistazo, sé de buena tinta, que habrá quien no haya tardado en rememorar la imagen de alguna cuadrilla de chavales encaramados en alguno de los caprichosos palcos de piedra, en el medio del terraplén escarpado. Desde allí, expectantes y con la mirada del recuerdo, de nuevo habrán visualizado el pequeño plantel de almendros, los lilos, la vieja piscina, los jardines y una tejera cercana a la estación de RENFE, esta ya en un segundo plano. Enfrente, bajo sus pies, un estanque rodeado de árboles, al que los chicos llamaban ‘su lago’, y todo, en un intervalo de espacio deshabitado, que todavía permanecía ajeno al incipiente desarrollo urbano y en un tiempo del pasado, que todavía recuerda algún que otro segoviano:
Una vez que el invierno quedaba atrás y los días eran más largos, las rapaces de aquel barrio pasaban muchas tardes subidas por los mismos paisajes recortados donde anidaban las chovas, que, como ellos, se movían en bandadas, aunque los córvidos lo hacían con un poquito más de escándalo. Conocían al detalle, las sendas y los caminos que unían los cerros del secano con la frondosa ribera del Tejadilla, en todo su trazado zigzagueante: desde el Puente de Hierro hasta el puente de la carretera de Ávila, un poquito más allá de ‘la cueva de la llave’, en donde habían dejado establecidos los confines de un territorio que tenían milimétricamente explorado y cuya frontera quedaba delineada por las choperas que acompañaban al río en los últimos remansos.
La pandilla recorría la ribera y los pedregosos páramos elevados o caminaban por la vía de Medina
Iban y venían por ese valle y como toda cuadrilla que se precie, lo hacían acompañados de alguna mascota, de aquellas que durante el día eran de todos y por las noches campaban a sus anchas, sin domicilio conocido y sin amos. La pandilla recorría la ribera y los pedregosos páramos elevados o caminaban por la vía de Medina, saltando de travesaño en travesaño, intentando sincronizar los movimientos en cada uno de sus pasos. Iban por las sendas que se dibujan a media ladera por el uso y el efecto del tránsito, disfrutando de las panorámicas que enmarcaban el cauce del rio, los puentes, el manantial, la pequeña vaquería, la fábrica de patatas fritas, las canteras o las cuevas de nombres varios, ya que por un lado tenían el oficial o popularmente conocido y, por el otro el que directamente les pusiese el usuario: la del Búho, la de la Zarzamora, la ya mencionada de la Llave, la de la Alcantarilla, la del Hombre o la que había justo al lado… muchas y con demasiados nombres como para poder recordarlos.
Como el de aquella cuya entrada tenía la forma de un triángulo y que servía de refugio recurrente durante algún aguacero de verano. Desde su regazo, se disfrutaba del espectáculo visual de innumerables haces de luz que desgarraban los oscuros nubarrones aislados al abrirse paso, impregnando el valle de un efecto de claridad cromática que iluminaba las laderas mojadas de todos aquellos montes pardos. Laderas, por donde el tren de Medina marcaba hacia el túnel su trazo y los chavales, desde la cueva y a buen resguardo, contaban los segundos en los que este, en cada uno de sus viajes, era inexorablemente devorado. Unas laderas que, para los aficionados a los pájaros, significaba uno de los lugares más cotizados para disputar ‘los pimpollos’ donde colocar los reclamos. Recuerden que para San Frutos existía la tradición de ‘ir a pájaros’ y en Segovia, todo hay que decirlo, a los jilgueros, a los pardillos y a otros pájaros de buen trino, siempre hubo mucho aficionado, tantos, como cuadrillas de chavales segovianos que encontraban en el campo el mejor contexto para sus aventuras y en el Valle de Tejadilla, el mejor de los escenarios.
