Reconozco que cada vez que escucho un caso de dopaje, más allá de la decepción, algo interno me remueve. Eso sí, nada comparable al día en que Baldomero Martín (todavía le estoy viendo) nos paró por la calle a Fermín Matesanz y a mí para darnos la noticia del falso dopaje de Perico Delgado en el Tour del 88. Nos quedamos pálidos con aquella noticia que, por otra parte, nunca debió salir a la luz porque se publicó no ya sin la resolución del caso, sino sin que ni siquiera se mencionara la sustancia.
Los casos de Ben Johnson, Lance Armstrong, la sospecha eterna sobre Florence Griffith… desde luego, son casos especialmente impactantes. Pero no son los únicos. Seguramente, algunos deportistas de nivel menor, por desmedido afán competitivo propio o de sus clubes, capaces de hacer cualquier cosa por ganar, hayan pasado por el dopaje como medio para conseguir sus metas.
Me pregunto qué se siente cuando entras en esta dinámica y hasta dónde te afecta que tu ética e, intuyo, tu conciencia, queden no ya malparadas, sino hundidas en el proceso.
Si el caso no es detectado, mientras te llega al día, estás expuesto a los efectos de las sustancias: a los deportivos, sí; pero también a los orgánicos, que pueden ser decisivos para tu vida.
Si el caso es detectado, y al margen de lo que puedan pensar los demás, ¿con qué cara le dices a tus hijos que sean honestos en la vida, cuando tú has sido un tramposo? ¿Qué oportunidades se te presentarán para retomar tu vida de deportista? ¿Quién podrá confiar en ti como entrenador o asesor deportivo de cualquier entidad?
Bueno… Ben Johnson, al menos, consiguió ser entrenador después de su fraude sideral de Seúl. Eso sí, gracias a la confianza de personajes de la reputación de Maradona o el hijo de Gadaffi.
De verdad, ¿merece la pena?
