Siempre me ha llamado la atención el empeño de la gente, por lo menos de la famosa, la que sale en las revistas a todo color y en las otras, por no rectificar. A la repetida pregunta sobre si cambiarían algo de su vida pasada, contestan casi irremediablemente que no. Nunca he sabido el porqué. A veces supongo que será una reafirmación que para ellos denote una personalidad bien definida; un modo de decir “así soy yo y el que me quiera que me compre”. En otros casos me parece sencillamente una estupidez propia de la inmadurez, se tenga la edad que se tenga. Y puede que casi siempre sea sencillamente que el reconocimiento personal de lo pasado no se puede cambiar y ya está: no le demos más vueltas.
En fin, si se piensa que tampoco el pasado tiene arreglo es que nada lo tiene
Yo, sin embargo, tengo el firme convencimiento de que el pasado tiene arreglo. Más aún: creo que solo el pasado tiene arreglo. Esto último es fácil: si algo tiene arreglo sería el pasado, porque el futuro ni siquiera existe y el presente se nos escapa tanto que en cuanto lo queremos arreglar es pasado. En fin, si se piensa que tampoco el pasado tiene arreglo es que nada lo tiene.
Los refranes y nuestro esquemático saber filosófico están también por esas: lo que ocurrió no puede ni mejorarse ni empeorarse. “Agua pasada no mueve molino”; “Lo pasado, pasado está”. Esto sí que es una experiencia cultural realista y triste. Y no te digo con el filósofo: “Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”, decía Heráclito. En fin, arreglo y cambio van de la mano, porque lo primero exige lo segundo. Entonces saltan los historiadores: como lo pasado se mueva ¿qué pasará con las fuentes? ¿Cambiarán al ritmo de los arreglos, de las mejoras que se produzcan en el pasado?
Procuraré explicar como veo yo las cosas. Al viejo filósofo griego hay que decirle que depende: sí me puedo bañar en el mismo río dos veces; pero en las mismas aguas, no. El problema es cómo encerrar en una definición, en un concepto, algo que en la realidad física se da en continuo movimiento, como las aguas de un río de caudal cierto. Hay que aclarar el asunto antes de meterse a discutir sobre si se puede o no tomar ese dichoso baño; pero fuera de eso no hay problema.
Luego viene lo del agua pasada, que solo pudo mover (si lo hizo) molinos en el pasado. No hay manera de evitarlo si se produjo, ni de conseguirlo si no fue así. “De un gancho dibujado en la pared solo se puede colgar algo que también esté pintado en la pared”. Solo queda averiguar si el famoso río movió o no el dichoso molino. Dejarlo claro si antes no se sabía, ya es una mejora. No es el pasado lo que cambia, pero sí mejora su relato, su historia. De modo, salvo para los que confunden los hechos con la historia, el pasado podría mejorarse en la medida en que se conociera mejor.
Del otro refrán (‘Lo pasado, pasado está’) caben muchísimas matizaciones. Primero, tras su aparente contundencia hay una contradicción flagrante: muchas cosas del pasado están extraordinariamente vivas en cada ahora. Como los que mataba don Juan Tenorio se podría decir que “los muertos que vos matáis gozan de buena salud” (aunque la frase nunca se escribiera en el drama) y que el pasado está extraordinariamente presente en nuestros días.
Esta presencia del pasado en nuestro presente la trabajan la historia y la memoria
Esta presencia del pasado en nuestro presente la trabajan la historia y la memoria. No es lo que ocurrió, lo que llega a cada presente. Es su narración lo que acaba cambiando enfoques y teniendo consecuencias. Esa es la historia o la memoria que se sirve en universidades y quioscos; en parlamentos y películas; en la tele y en las redes sociales… Los historiadores de oficio con frecuencia se apoyan en los muertos para deducir cómo se vivía en otros tiempos. Empezamos por abrir tumbas egipcias y nos hemos emocionado… hasta Atapuerca. Otro lugar privilegiado para los arqueólogos son los viejos estercoleros. No te digo lo que les espera a sus sucesores de dentro de dos mil años. Seguramente saldrán varias tesis doctorales sobre los chicles, las gomas de mascar, presentes en los lugares más insospechados: como manchas negras en las aceras de Manhattan, en y junto a los asientos en metros y autobuses, debajo de las butacas de los cines y teatros y de los bancos de las iglesias… y hasta en los techos de algún ascensor. No faltan en retretes de toda calidad: en paredes, puertas… ¿Qué se podrá deducir de tales restos de nuestra civilización?
Pero volvamos al arreglo del pasado. Es verdad que se puede cambiar, para mejor, el pasado. En la ficción lo cuenta Aramburu: lo consigue un personaje (no una persona) con la complicidad de los que la quieren. Y el culpable de quitarle lo que más quiere le dice que se arrepiente. Y así ella pueda perdonarle. Es saltar de la ficción a la realidad. Pero la buena ficción siempre es verosímil y se alimenta de fragmentos de realidad bien ensamblados. Me parece que puede estar más cerca de los hechos que la historia y la memoria. Es otra manera de contar la historia.
En fin, la ficción verosímil en lo que tiene de real se convierte en historia de hechos que ocurrieron de verdad para mucha gente que los vivió. Hechos, cosas, de esos que han pasado ya, de esos que se mojan en agua que no mueve molino, de ese río en el que no puedes bañarte dos veces. Porque solo se puede pedir perdón (y el afectado, perdonar) por algo que efectivamente se ha hecho. Y es verdad que el arrepentimiento y el perdón arreglan esas cosas de raíz, verdad. En realidad, son el único modo de arreglarlas.
