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Palabras

por Ángel González Pieras
11 de febrero de 2021
en Tribuna
ÁNGEL GONZÁLEZ PIERAS 3
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Habría que declarar a Pablo Iglesias especie protegida, o si se quiere, monumento histórico. No hace falta que les recuerde su declaración sobre la democracia española. No hace falta que les recuerde sus declaraciones sobre casi todo. El hombre sigue una tradición que viene de lejos en España. En el siglo XIII, Pablo habría formado parte de la Orden de Predicadores, mejor que en la de los franciscanos. Un siglo después andaría de pueblo en pueblo con sus romances de ciego; en el XVII y XVIII habría engrosado las filas de los polemistas, y en el XIX la de los románticos, pero sin suicidio que valiese, que eso fue una estupidez. He ahí e bobo de Larra, que por llamar la atención se pegó un tiro. Qué idiota. En donde quepa una procacidad que se quite una bala. Entre otras cosas porque la diana está en el otro.

Miren por donde yo le veo a Iglesias muy español, pero también florentino. Por esas cosas de la historia, que nunca comprenderé, lo florentino, aplicado a la política, o a los negocios, ha sido sinónimo de florituras verbales y de acciones sibilinas. A Luis Valls Taberner se le llamó el último florentino, cuando Florencia estuvo cerca de tres siglos a tortazo limpio; al enemigo se le odiaba, y, en el mejor de los casos, se le denigraba públicamente; en el peor, se le desterraba o se le mataba. No había término medio. Pablo con una saya negra y con una capucha pasaría por Savoranola. Al menos, físicamente le da un aire.

La verdad es que le damos demasiado valor moral a las palabras; ojo, esto lo dice un plumillas que se gana la vida juntando palabras y leyendo las de otros. Y no es para tanto. Otra cosa es como literatura, por la enorme capacidad que posee la palabra para producir imágenes emocionales y belleza musical. Pero, como todo signo, tienen el valor que les queramos dar —eso es la moral—. No hay por lo tanto que exagerar.

Mi maestro José Cerezo Mir —uno de los mejores catedráticos de derecho penal de España— me enseñó que el pensamiento no delinque. A estas alturas de mi vida, he dado un paso adelante y llego a creer, en coherencia con lo dicho antes, que la palabra tampoco. Quien haya leído la Divina Comedia encuentra que junto a versos conmovedores —la bocca mi bacciò tutto tremante—, Dante destila en algunos de sus cantos verdadero odio, y llegará a la crueldad con Vanni Fucci o con Frate Alberigo o con Branca d´Oria. Y no pasa nada. Nadie en su sano juicio duda de la altura literaria de la Commedia. Otra cosa es leer: “No me da pena tu tiro en la nuca, pepero (…) No me da pena tu tiro en la nuca, socialisto”, de un tal Pablo Hasel. En la calle Escuderos, camino de casa, me encuentro con pasquines que dice que este tipo puede ir a la cárcel por cantar. Y hay otros que le llaman artista. La primera vez que escuché estas palabras no deparé en el dolor de la familia de mi mujer, cuyo primo hermano recibió un balazo en la cabeza por ser portavoz socialista en el Parlamento Vasco, no: pensé en Ramón y Cajal y en su explicación sobre la degeneración de las neuronas; y en qué sentirían la madre y el padre del tal Hasel. Y en los necios y mequetrefes que le sirven de corifeo. No merece la cárcel. Solo el olvido.

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