Tendemos a pensar que las universidades tienen principio, pero no mueren nunca. Y es un error monumental. Porque lo que la historia muestra con toda claridad es justamente todo lo contrario: son muchísimas las universidades que han desaparecido tras una vida más o menos larga. De hecho ninguna ha llegado al milenio de existencia (no pudieron nacer antes de que se crearan); son bastante pocas en el mundo las que superan los quinientos años; hay un puñado que ha cumplido los trescientos… En España el mayor número lo conforman las que tienen entre cincuenta y diez años. Para una institución que se apropia el calificativo secular, en su sentido cronológico, por derecho propio, medio siglo suena a bastante poco… y no te digo de ahí para abajo. Dicho de otro modo: las universidades españolas son prácticamente todas bastante nuevas, salvo una docena escasa.
Si se echa un vistazo al panorama universitario español pueden distinguirse fácilmente dos grandes bloque de universidades: las estatales y las no estatales. Esta división marca a quien se hace cargo del presupuesto: quien paga. En un caso el estado a través de las comunidades autónomas; en el otro entidades privadas. Desde luego no faltan hibridaciones y algunas instituciones privadas que mantienen universidades reciben sustanciosas ayudas del dinero de los contribuyentes para su funcionamiento ordinario. Este deporte se practica especialmente en Cataluña.
Cualquier universidad (estatal, híbrida, empresarial o de proyecto intelectual) debe ofrecer una formación de nivel superior en tres niveles (grado, máster y doctorado) que se ajuste a lo que establece el Artículo 1 de la Ley Orgánica 6/2001. Los proyectos universitarios públicos no se diferencian mucho: los definen las leyes autonómicas y los estatutos correspondientes. Se distinguen en matices relativos a la cultura propia, a las lenguas de impartición y a las necesidades económicas y sociales de los entornos próximos. Pero no hay diferencias sustanciales en sus estructuras de gobierno, ni en los modos de participación en la elección de estas, ni en el origen de sus recursos presupuestarios. Cambian mucho sí en cómo se organizan, en cómo se gestionan y en si lo hacen mejor o peor unas u otras.
Entre las universidades no estatales hay dos grupos. Unas, son legítimos proyectos empresariales universitarios; otras, son universidades con programa intelectual. Unas están diseñadas para producir beneficios y ese es su fin; otras quieren desarrollar un proyecto con ideario, para el que obviamente requieren recursos que provienen en buena parte de sus estudiantes. Las universidades-negocio parten del principio de que la actividad que define la ley como específica de las universidades, si se gestiona bien y se organiza debidamente, puede producir beneficios a sus promotores. Desde luego, a nadie se le escapa, que no cumplir algunos de ellos genera mejores márgenes. Las universidades con proyecto intelectual no renuncian a una gestión eficaz. De hecho, aunque no sea una exigencia, podrían generar beneficios. Pero en la práctica ninguna los consigue y requieren estructuras capaces de atraer donaciones y colaboraciones para equilibrar su presupuesto anual. Lo importante es que su interés se centra en transmitir algunas competencias, o fundarse en unos planteamientos intelectuales específicos y legítimos vinculados al derecho a la libertad de pensamiento y su expresión. Este principio fundante se traduce en la práctica en que sean algunas instituciones las que promueven este tipo de universidades. Y es este proyecto institucional el que constituye el cimiento de su duración: podría decirse que las universidades de proyecto duran tanto como las instituciones que las promueven.
Y ahora viene lo emocionante. En España, en sesenta años, hemos pasado de nueve distritos universitarios (Madrid, Barcelona, Santiago, Valladolid, Valencia, Murcia, Sevilla, Granada y Zaragoza) a noventa universidades (sin contar las múltiples setas surgidas como centros universitarios que duplicarían ampliamente esta cifra). No ha sido solo una cuestión política de gobiernos autonómicos que buscan aumentar sus clientelas o fomentar el desarrollo cultural, social y económico de sus territorios. También el capital privado se ha lanzado a ese sector. Lo interesante en estos casos es ver qué futuro cronológico tienen las universidades-empresas; porque en su lógica constitutiva tendrán tanta vida como tiempo duren los beneficios.
Los beneficios se obtienen con la reducción de costes o/y con el incremento de ingresos. Este último factor se escapa a la voluntad de los gestores; pero tienen un control directo y muy eficaz sobre el primero y no precisamente bajando la temperatura de la calefacción. La Universidad Europea ha mostrado hasta qué punto se pueden eliminar partidas que parecían intocables. Otra cosa será qué considere la administración como atención suficiente para conseguir razonablemente los compromisos que exige la ley a las universidades en sus fines y en sus resultados concretos. No parece lógico esperar al fracaso final para certificar que no se cumplían.
Algunos ejemplos han dejado claro en estos últimos tiempos que una universidad-negocio no es una inversión que mira al horizonte de los siglos. Los negocios tienen ‘su’ momento: los anteriores propietarios de la Europea o de la Alfonso X lo hicieron el año pasado. Habrá que ver qué hacen los actuales gestores para justificar aquellas inversiones. Los accionistas buscan los más altos rendimientos posibles en el plazo más breve imposible. Algunas universidades-negocio –me limitaré a las de más de diez años de vida- que se iniciaron como proyectos de personas concretas (por ejemplo: la Europea de Madrid, la Alfonso X el Sabio) han pasado a fondos de inversión de los que se desconoce por ahora su interés por la ciencia, la cultura o la transferencia del conocimiento. Otras (por ejemplo, Antonio de Nebrija, UNIR, UDIMA) están aún en manos de sus creadores y promotores primeros. Habrá que esperar quizá a que pase esa generación (a partir de 2030). En otros casos (Camilo José Cela) el relevo generacional ya se ha producido y los cambios en la dirección muestran las dificultades que presenta un sector en el que la institución (la universidad) parece eterna, mientras que cada universidad en concreto se muestra especialmente frágil y efímera en la perspectiva de la historia, especialmente las que buscan un negocio todo lo legítimo que se quiera.
