Dicen que un pájaro enjaulado acaba muriendo de tristeza, aunque nunca deje de cantar.
Me detallan la historia de un anciano que ha muerto de nostalgia. Estaba ingresado en una residencia para enfermos de Alzheimer. La pandemia impidió la visita de sus familiares; aunque no les reconocía, ellos sí que sabían quién era. Y eso bastaba. En su ocaso de lucidez tal vez necesitaba de esas caras amigas que, sin saber el motivo, le sonreían y que ahora ya no estaban. Ante la forzada ausencia y a pesar de los desvelos del personal, el anciano dejó de comer y se rindió para echarse a morir; ahí comenzó un final que epilogó la muerte. No se le dedicará ni un renglón en un obituario. Será otra víctima colateral de una maldita pandemia.
Pagaremos dolorosas facturas humanas. La pandemia, además de sanitaria y económica, es social; una sindemia dicen los antropólogos. Un alto porcentaje de los fallecidos supera los ochenta años de edad. El miedo y la soledad se están apoderando de toda una generación, hoy recluida, a la que debemos el legado de lo que somos. Hay quien dice –con razón– que no nos cobija la sombra de ningún árbol que hayamos plantado. Cierto, se lo debemos a la generación de la postguerra, la del hambre, la que se está yendo igual que ha vivido; en silencio, sin quejas, ni excusas, ni reproches, y que cuando les llamas y preguntas cómo están, ellos generosos te contestan cantando como un pájaro enjaulado.
