La insurrección que vivió EE.UU. en la noche del 6 de enero no estuvo protagonizada por militares, como los alzamientos del siglo XIX en España; no fue tampoco una revuelta espontánea de las capas más desfavorecidos de una sociedad, como la Comuna de París de 1870 o la revolución de febrero de 1914 en Rusia. Fue una algarada propiciada por el propio presidente de un Estado, incapaz de aceptar el veredicto de las urnas, en el país en donde nació la democracia liberal con su Constitución de 1787. La ejecutaron personas que habían llegado a Washington alentadas por un mensaje simple, demagógico, directo: me han robado las elecciones. El populismo alentado desde las instituciones, lo más contrario al sistema democrático tradicional. Como en la película de Clint Eastwood, Poder absoluto, respondían estos insurrectos a las palabras del presidente que les animaba: “Muchachos, demostrad lo que amáis a este país”. No obedecían en uno y otro caso a un ciudadano, sino a la figura del más alto cargo de los EE.UU., que allí encarna la esencia de la Nación. Qué gran paradoja: la autoridad de una institución usada para eliminar la credibilidad del resto de las instituciones, asaltando la sede del otro gran poder, el legislativo, e interrumpiendo el procedimiento del que en una democracia emana toda la legitimidad: el sufragio electoral.
La democracia americana se basa en un sistema particular, y en muchos procesos ineficiente —el propio mecanismo electoral— e inhumano —la pena de muerte—, dirigido a equilibrar los derechos del pueblo y la fuerza del gobierno. Les ha funcionado durante cerca de 250 años, con instituciones fuertes y con prestigio. Hasta que ha llegado Trump. Ha intentado cargarse la práctica del contrapeso de poderes, pero no lo ha conseguido; a cambio, ha dejado tras de sí un reguero de situaciones y de imágenes que seguro que en la noche del miércoles hizo frotarse las manos a autócratas como Putin, Xi Jinping o Nicolás Maduro. Lo que sí ha logrado Donald Trump es ahondar en la polarización, ya de por sí grande, del pueblo americano; o mejor dicho, trasladar esa polarización al escenario político. Que nadie se llame a engaño, las patochadas del presidente posiblemente hayan desembocado en la pérdida del control del Senado por los republicanos tras los dos senadores de Georgia —tradicionalmente republicana— que se han pasado al bando demócrata, pero tras de sí arrastra a 74 millones de votantes americanos, lo que evidencia la fuerza de su apoyo.
Pocas cosas parecen compartir entre ellos, pero hay dos que sí: el rechazo a los políticos tradicionales y a los medios de comunicación
En EE.UU. la división siempre ha estado latente: norte contra sur, este frente a oeste, blancos contra negros, WASP (white, anglo-saxon, protestant) marcando territorio ante los latinos… Hasta el momento, por qué no reconocerlo, la fuerza del establishment, de la clase dominante, ha acallado a las minorías perdedoras; ahora, en cambio, han alcanzado su voz y su representación con Trump. Nada tiene que ver uno de sus votantes de Texas con otro de Florida, salvo en una cuestión: se ven más protegidos por este borderline que por los políticos al uso de Nueva York o de Washington. El desarrollo de las tecnológicas y de la digitalización, y la sustitución del modelo tradicional basado en la siderometalurgia y en el sector primario, ha ahondado la brecha entre las capitales de los Estados avanzados y la América profunda, que ve amenazada su economía por los productos foráneos, entre ellos los chinos. A este magma social del voto de Trump se le ha unido las capas más conservadoras de los estados sureños y quienes han alcanzado una estatus tras años de lucha y no quieren que el Estado provea a quienes hoy ocupan la posición que sus padres tenían hace unas décadas. Pocas cosas parecen compartir entre ellos, pero hay dos que sí: el rechazo a los políticos tradicionales y a los medios de comunicación. Habla por sí misma la inscripción que ha debido de quedar grabada en una de las puertas del Capitolio, realizada con un punzón o con una navaja el día del asalto: Murder the media.
El poder manipulador del todavía presidente es mucho y su deseo de no quedar como un perdedor anima más su deseo de venganza política
La cuestión reside ahora en saber si esa mezcla heterogénea de apoyos a Trump se mantendrá durante estos cuatro años de presidencia demócrata con mayoría en la Cámara de Representantes y en el Senado. De ello va a depender el futuro de la paz social americana. Por supuesto contribuirá la administración que el equipo demócrata haga de su mayoría parlamentaria y de la presidencia; también que el partido republicano corte cualquier vínculo con el hasta hoy presidente y ejerza una oposición razonable basada en sus principios políticos tradicionales, y no en el exabrupto, tan querido por senadores como Ted Cruz. La actitud mantenida por el vicepresidente Mike Pence en el día de autos supuso un balón de oxígeno para quienes siguen creyendo que la democracia adquiere su máximo valor en las instituciones que la sostienen. Fue él quien autorizó la intervención de la Guardia Nacional, ante la inacción del presidente. Fue él quien decidió seguir con el recuento de votos electorales que proclamaría finalmente a Joe Biden como futuro máximo mandatario del país. Esta dejación de sus deberes constitucionales podría costarle a Trump una acción ante los tribunales, aunque supongo que no se deseará crear un mártir que saque rendimiento de su sacrificio. El poder manipulador del todavía presidente es mucho y su deseo de no quedar como un perdedor anima más su deseo de venganza política.
Y concluyo con un tuit que se escribió ayer denunciando “la mentira descarada como arma política y el intento de subversión de los mecanismos institucionales cuando no le son favorables”. Lo firmaba Pablo Iglesias para denunciar la entrada en el Capitolio. Nuestro vicepresidente del Gobierno. Me gustaría que se aplicara el mensaje y que reparase en si algo de su faz se refleja en ese espejo sin compasión que a veces son las palabras. Es el peligro de hacer populismo desde un alto cargo público. Algunos americanos ya lo saben.
