La universidad es un milagro en muchos sentidos. El primero es que todas abran cada día y esto vale también para antes de la pandemia. El milagro consiste, en el caso de las universidades estatales, en que cada responsable asuma en lo fundamental, el aparecer en el lugar que le corresponde. Indudablemente esta verdad lo es solo para los grandes números. Dudo que haya existido un solo día en que todos los estamentos universitarios hayan estado en su sitio en el momento debido. Pero no es necesario: basta con que cumpla un número suficiente.
Primero de estudiantes, porque sin ellos todo lo demás sobra. Y es verdad que no todos los estudiantes acuden cada día a clase. Y es verdad también que en algunas materias son muy pocos los que lo hacen. La enseñanza no presencial no la han inventado las universidades a distancia. Pero es igualmente cierto que siendo necesarios, los estudiantes, lo son solo en una proporción. De hecho cada vez se incrementa más el número de los que con naturalidad pasan de dejar de ir a clase a abandonar definitivamente la universidad. Pero en fin: ahí están cada mañana en número suficiente como para que haya que impartir las clases.
Con los profesores pasa exactamente igual: siempre falta alguno. Es normal. Somos muchos y las enfermedades, los accidentes elementales, las simples cosas de casa y hasta el tráfico pueden hacer que el docente mejor intencionado y motivado no pueda estar a su hora… o no estar ese día. Y sobre estos inevitables, pero reales fallos, hay que sumar los perfectamente evitables, pero que no se evitan. Es prácticamente imposible echar a un profesor funcionario (o de contrato indefinido) aunque se empeñara en no acudir a clases durante un par de años por ejemplo. No digo que suceda: pero sí podría suceder y no pasaría nada. Y lo mismo pasaría con el personal que colabora en la gestión y administración.
En las universidades privadas los estudiantes mantienen las mismas costumbres que en las estatales. Más difícil lo tienen los profesores y el resto del personal, al menos durante tanto tiempo.
Pero vayamos a la variedad. En las fiestas (académicas o estudiantiles) de fin de curso el paisanaje es de una “distinticidad” enorme. Y ese es el segundo milagro de la universidad: que convivan durante años gentes tan distintas, tanto entre los estudiantes, como entre el profesorado. Porque ni unos ni otros constituyen colectivos homogéneos. Entre cada uno de ellos hay gentes responsables y otras que lo son menos; unos mienten como locos y otros son sinceros hasta el martirio; se mezclan quienes ayudan sinceramente a quienes tienen alrededor con los que logran extraer hasta la última gota de sangre de sus iguales; gente verdaderamente inteligente y simplones sorprendentes; personajes dispersos en la complejidad y los que solo ven líneas rectas para actuar… en fin: mujeres y hombres de toda raza y cultura, con diversidad de origen social… Todo ello se da en la universidad. Eso sí: en cada universidad con densidades diversas. O si se prefiere: en cada ensalada universitaria hay componentes distintos y en proporciones diferentes.
Es indudable que vivir sumergido como parte de esa variedad educa y mucho. Porque la universidad transmite saberes en las tutorías (donde existen de verdad), aulas, bibliotecas y laboratorios; pero enseña a vivir y a coger la medida de las cosas en los campus: en los bares, en las relaciones sociales con los casi ricos, los de clase media y los de menos posibilidades; en la cooperación en trabajos académicos (o para sobrevivir); en las partidas de mus (cuando se jugaba) y en los videojuegos; en bailes y reuniones de todo tipo: solidarias, insolidarias, políticas, recreativas, deportivas, botellones, “salidas” de fin de semana cada vez más adelantadas… Crecer en esa diferencia continuada para construir lo próximo y homogéneo para cada uno es de una enorme importancia para aprender a vivir.
Por eso es un error el plantear la educación universitaria en ambientes social y culturalmente cercanos. Los padres bien lo hacen “para proteger” a sus hijos. Hasta las universidades de elite norteamericanas y británicas construyen la diversidad en su campus. Aunque controlada desde luego. Gente muy inteligente recibe becas y préstamos. También las minorías de diverso carácter. Así conviven con los más ricos a la espera de pagar sus deudas con los bancos a lo largo de su vida. Y los ricos tienen a pobres cerca y así podrían aprender a tratarlos… además, como son pobres muy listos, pueden serles útiles en el futuro. En otros casos, la diversidad que no da el campus se busca en viajes y estancias en el extranjero. Es otro modo de conseguir ese plus de diversidad que cada vez se muestra más necesario: aunque solo sea como experiencia de los límites de la globalización.
Pero la diversidad es difícil de manejar y más aún de gobernar. No hay tanto genio para dirigir cosas difíciles. Y la gente de mediana capacidad procura simplificar. El resultado, además, es más práctico desde el punto de vista empresarial que busca primeramente su “público objetivo”, su target. El precio marca una primera línea. Luego, si consigues que los estudiantes (al menos sus padres) quieran mejorar sus conocimientos técnicos sobre cualquier cosa que presumiblemente vaya a tener demanda en el mercado de trabajo cuando concluyan sus estudios, has culminado tu éxito empresarial. Ya solo queda ajustar recursos al mercado. No es que esto sea fácil, pero lo fundamental ya está resuelto.
