Hace 80 años, Adolf Hitler pidió a su médico de cabecera, Karl Brandt y al director del partido Nazi, Philipp Bohler, que otorgaran competencias especiales a los médicos para matar a enfermos incurables. El trato dado a algunos enfermos ancianos durante la pandemia del Covid-19 y la ley española sobre la eutanasia son un aviso para navegantes.
Esas atribuciones especiales a los médicos tuvieron una vigencia retroactiva, pues el programa de eutanasia fue fechado el 1° de septiembre de 1939 y con ello se vinculó su vigencia al inicio de la guerra, tras la invasión a Polonia. Con ello el dictador quería evitar que lisiados y enfermos mentales ocuparan camas que necesitarían los soldados heridos que volvían del frente.
“La sola idea de que un herido de guerra no tuviera cama porque ésta estuviera ocupada por un enfermo mental le parecía a Hitler insoportable, según lo dijo el mismo”, escribe el historiador Manfed Vasold en la “Enciclopedia del Nacionalsocialismo”. Así fue como comenzó el programa de eutanasia conocido como “Operación T4”, nombre que aludía al lugar en donde se encontraban las oficinas que coordinaban el programa, en la calle de Tiergarten 4, en el corazón de Berlín.
El operativo protegía al personal médico y a quienes administraban el programa de posibles procedimientos penales en su contra y tenía como antecedente legal una ley promulgada por los nazis unos meses después de llegar al poder. Dicha ley fue la base legal para perseguir a grupos de la población considerados de menor valía como enfermos mentales, discapacitados, prostitutas, gais, marginados, no productivos, gitanos y judíos.
Los enfermos indeseables eran enviados a seis centros de eutanasia, uno en Austria y cinco en Alemania, en donde los niños y luego los adultos eran matados con la inyección letal o por inanición. Las familias eran informadas de que su pariente había fallecido como muerte natural.
Las protestas no se hicieron esperar, sobre todo de las iglesias católica y protestante. El Obispo de Münster, Clemens August von Galen, así como el pastor protestante Fritz von Bodelschwingh, director del Instituto Bethel para epilépticos, fueron los líderes de las protestas y aunque el programa no se suspendió, las protestas fueron importantes por su efecto, pues algunos representantes de la iglesia se negaron a obedecer.
Aunque oficialmente el programa de eutanasia fue detenido por Hitler en agosto de 1941, el programa continuó en secreto. Parte del personal sanitario encargado de él fue trasladado al este de Europa y fue comenzada la “operación 14f13”, término que obedecía a una codificación secreta: 14 aludía a la muerte en un campo de concentración y 13 al tipo de muerte, por gasificación.
Así fue como el personal médico que tomó parte en el programa de eutanasia fue empleado en los campos de exterminio, en “la solución final” con la que Hitler quería exterminar a la población no productiva y de raza inferior de Europa. Durante los procesos de Nuremberg, tras la Segunda Guerra Mundial, se estimó que unas 275.000 personas murieron víctimas del programa de eutanasia.
Con el fin de camuflar estos asesinatos a la opinión pública, se difundieron una serie de historias ficticias sobre las personas eliminadas, como la llegada de facturas de los centros sanitarios a los familiares de los eliminados, el paso temporal de los pacientes a través de centros de transición, en donde los pacientes eran recibidos por sus familiares para tranquilizar a ambos y por último la creación de historias clínicas en las que se manifestaba que habían fallecido de muerte natural.
Posteriormente a la ejecución, los familiares recibían una urna con las cenizas (las cuales eran obtenidas de las apiladas en los crematorios), junto a las causas naturales de muerte y el centro donde había fallecido su familiar. Los bienes de las personas eliminadas eran incautados para el III Reich alemán.
La implementación de métodos eugenésicos y más tarde eutanásicos en la Alemania nazi, trató de persuadir a la sociedad alemana de que la eliminación de los incapacitados mentales y físicos se hacía fundamentándose porque el valor del ser humano no se medía por su dignidad intrínseca e irremplazable, sino por su valor útil y temporal, es decir, de acuerdo a un materialismo utilitarista rampante.
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(*) Catedrático emérito.
