“A todos los niños del mundo, representados en mis trece nietos”.
Habíamos preparado con gran entusiasmo la travesía. Era la segunda edición y, por prurito de organizadores, y porque el éxito permitiese realizarla otros años, había de resultar espléndida.
Desde la mesa de control de salida en lo alto del Puerto, camino de Risco Negro, se iban dando salidas con intervalos de medio minuto a las patrullas.
Tres o cuatro montañeros formaban cada patrulla. Solamente en una, aunque se inscribieron cuatro, salieron cinco, era la de Emilio; en ella, además de Lucía, Esteban y Juan, y como número cinco, aunque sin tarjeta federativa, salió, retozando, brincando y ladrando, Copito, el enorme cachorro de perro lobo de Emilio.
Copito, no obstante su juventud canina, ya había participado en numerosas actividades montañeras, siendo algo así como ‘montañero honorífico’, o la mascota del grupo.
El frío era intenso, nevaba, si no fuerte, sí ininterrumpidamente, haciendo escasa la visibilidad, o prácticamente nula, pues la gélida mañana no había podido levantar la niebla que, como sutil gasa cubría toda la sierra, columpiándose perezosa y juguetona entre las ramas de los pinos.
Los senderos se intuían más que verlos.
A intervalos irregulares y siempre imprevistos, se oían los gritos de ¡pista!, ¡pista!, que solicitaban temerarios esquiadores en alocado descenso por túneles de blanca oscuridad que sin duda conocían bien, y al instante el brusco deslizar de los esquíes, hiriendo la helada nieve, rasgaba como una centella.
Los ladridos de Copito, que cada vez eran más broncos, como si se estuviera acatarrando, tan pronto se oían al lado, al tiempo que salpicaba las heladas chispas que levantaba en su loco y constante corretear, como se adivinaban en lontananza, mitad llamada, mitad lamento, o quizá grito montañero que indicaba el cubierto camino, otrora avisado por señales de color uniforme dejadas en troncos y rocas.
Ladraba Copito porque jugaba a morder las maravillosas figuras que al hacerlo formaba el vaho de su aliento.
A D. Julio, Fernando y Marisa no parecía importarles demasiado la baja temperatura, pues aunque sus rostros llorosos y sonrojados daban aún más frío, y la nieve furtivamente afincada en las barba de D. Julio la teñía de cristal blanco, simulando una viviente figura de nacimiento, conversaban alegre y pausadamente, hendiendo sus pies con acompasado ritmo, casi musical, en la todavía inmaculada alfombra blanca.
Al tiempo que los diminutos copos herían o acariciaban los rostros iban desgranándose alternados chistes y recuerdos, lo que hacía que esta patrulla se fuese convirtiendo en núcleo de la marcha, pues con el machacón quebrar de las pesadas botas montañeras en la tersa nieve, los relatos, interesantes por vividos en común en otras marchas, los diversos tipos de risas, o los desplomes de pequeños racimos de nieve que cansados de hacer de farolillos en las ramas más altas, bajaban a besar el suelo, desmoronándose en su descenso alocado intentando sacar voz de mayor al choque, y con ir intentando adivinar quién era cada bulto, se iba distrayendo el frío y hasta casi haciéndolo amigo, que en cierto modo era mitad estorbo y mitad acogedor y agradable compañero.
Así las cosas, ya habíamos fichado en tres controles y estábamos aproximadamente a mitad del recorrido; habíamos pasado, aunque sin apenas enterarnos, Navallana, esa encantadora pradera que meses más tarde se ofrecería en verde alfombra sembrada de flores amarillas, rojas, azules, campanillas y bocas de dragón, la empinada rampa de la falda de la Pedreguera, la abierta a todos los vientos Matacabras, donde, sin parar, dimos los primeros tientos al insustituible bocata, barrita energética o fruta de cada macuto…
Aún quedaba por vencer el pesado pico de Los Neverones y, especialmente la peligrosa, por helada, falda de Zagala Muerta, sierra que, ahora, haciendo honor a su nombre, se mostraba más difunta que nunca, pues un sudario de hielo y nieve cubría las, otras veces áridas y pedregosas, con pequeñas excepciones refrescadas por arroyuelos o regatos, sendas que descienden en tortuosa parsimonia hasta La Mina, Los Cerros, Sotobajo…
Inesperadamente Luciano, que había salido de los primeros y había avanzado hasta perderse del resto de las patrullas, volvió gritando y haciéndonos señas de que pasásemos el control de Los Neverones y se debía cambiar desviándolo a la derecha, pues más que nieve helada era un cristal el paso de aquella torrentera cuyo curso, por arriba y por abajo, parecía interminable.
Lo habían intentado Zaca y él, Zaca pudo detener su accidentado descenso agarrándose a un trozo de raíz de pino que, en forma de fósil antediluviano, emergía del hielo; Luciano con los crampones no tenía problema, pero su veteranía y acreditada experiencia le decían que los cuarenta y ocho no terminaríamos felizmente si nos arriesgábamos a cruzar aquel inclinado lago de hielo, con solo tres piolets y dos pares de crampones.
Así estábamos acordando la modificación, prudente y necesaria, del itinerario, cuando los lastimeros aullidos de Copito nos obligaron a verle, tan apenados como impotentes para prestarle ayuda, resbalando por el liso cauce, rompiéndose sus fuertes garras al intentar clavarlas sobre lo que era piedra convertida en cristal o hielo hecho roca.
De vez en cuando agarraba algo y se sujetaba, pero su susto, su miedo, su pánico, le impedía refugiarse, salirse o esperar ayuda y, huyendo de la caída, con titánico esfuerzo fue escalando la cumbre, metiéndose en un engañador claro de sol tamizado a través de la niebla.
Así vimos todos perderse a Copito, al tiempo que en la cumbre se disipaban sus lastimeros aullidos como en la mano infantil se esfuman las pompas de jabón.
Los más arriesgados, Emilio entre ellos por supuesto, ascendieron como pudieron, ocupando largo rato en su infructuosa búsqueda, pero el tiempo, el espacio y, cómo no, la casi palpable niebla, se lo habían llevado para siempre.
Aunque nada dijimos, algunos pensamos, medio locos, medio poetas, que como Copito era tan bueno se había marchado escalando hasta el cielo.
Finalmente todos, todos menos Copito, llegamos sanos y salvos al punto de reunión, llagábamos casi en grupo, y en nuestros rostros unánimemente se adivinaban la satisfacción de las dificultades vencidas, la necesidad de reponer fuerzas mediante la tradicional tortilla, y… la gran pena del amigo perdido.
Aunque alrededor del vino y la tortilla siempre cantábamos canciones montañeras como la de:
“No hay quien pueda´,
No hay quien pueda,
con la gente montañera…”,
la canción marcha:” Se van los montañeros , se van, se van,…” o la de “Ya se van los pastores a la Extremadura, ya se queda la sierra triste y oscura…” esta vez quedamos mudos porque en el fondo todos compartíamos la disimulada amargura de Emilio, por la pérdida de Copito.
Han pasado muchos años desde aquella travesía invernal en que Copito, un hermoso cachorro de perro lobo de Emilio, desapareció metiéndose en el blando seno de la niebla, tantos que hoy nos acompañan a muchos de aquel grupo nuestros hijos mayores, a los que tantas veces hemos contado el relato, pues siempre les apena, pero siempre les entusiasma.
Cuando pasamos estos bellos parajes, Navallana, El Cuerno o LaRasilla… recordamos los ladridos, quejas o llamadas y… vemos a Copito subir y subir, y hasta paramos a mirar por si la encontramos, pensando que puede estar entre los pinos, que ya perro mozo, lamigoso y bullanguero pueda salir a cada recodo a contarnos su gran escalada de 6º grado superior, o hasta alguno llega a pensar que, asilvestrado, capitanea manadas de lobos ávidos de comida y tremendamente peligrosos para las temerarias gentes montañeras que se arriesgan a acercarse a sus dominios.
Una piña que cae, una mariposa blanca que zigzagueando engaña ramas, o una jara que se estremece acariciada por una sutil brisa, nos vuelven a la realidad del disfrute de tan sanos y agradables sitios, y casi instintivamente nos vamos sumando al tatarear colectivo del “no hay quien pueda…”, mientras el sol, saltando por encima de las copas de los pinos, o escondiéndose en volutas de algodón, juega a dibujar sombras chinescas entre los musgos y los líquenes.
